Además de la crisis sanitaria derivada de la pandemia, cuyos efectos van a condicionar toda nuestra actividad por un periodo de duración incierta, y de la imprevista crisis energética que la ha sucedido y estamos sufriendo en estos momentos, también tenemos planteada una crisis adicional más: la institucional. Con la particularidad de que esta última, a diferencia de las dos anteriores que son comunes a todos los países de nuestro entorno, obedece a causas única y exclusivamente nuestras y, en consecuencia, ha de ser afrontada mediante medidas específicas que ofrezcan respuestas efectivas.
Una manifestación de esta crisis, no la única pero sí la de mayor actualidad y la que mayor proyección está teniendo últimamente en todos los medios, es el bloqueo que está sufriendo el órgano de gobierno de la judicatura, el CGPJ. No solo no ha sido posible su renovación en la forma prevista constitucionalmente, sino que a día de hoy, tras cuatro años de prórroga forzada, esta situación anómala tiene todas las trazas de enquistarse sin que se vislumbren, por el momento, salidas a este impasse institucional. Los efectos del bloqueo de este cualificado órgano constitucional no se limitan al ámbito exclusivamente judicial sino que inciden también en el funcionamiento de instituciones claves del Estado.
Es el caso, entre otros, del Tribunal Constitucional, que también tiene bloqueada su renovación parcial como consecuencia de las dilaciones que un sector -que sin ser mayoritario tiene capacidad de bloqueo- está imponiendo en el CGPJ. Fue hace ya casi medio año (12 de junio) cuando agotaron su mandato los dos miembros nombrados a propuesta del CGPJ (así como también los otros dos a propuesta del Gobierno), sin que haya sido posible la renovación de estos miembros del TC. Y no existe ninguna certeza de que, en lo que atañe al CGPJ, este órgano vaya a cumplir próximamente con su obligación constitucional de proponer a los dos miembros del Constitucional que le corresponden.
Ambos casos, tanto el del CGPJ como el del TC, son una muestra ilustrativa de la crisis institucional en la que estamos inmersos. No se trata de que las decisiones que tomen estos cualificados órganos sean equivocadas o acertadas; lo que ocurre es que no es posible su renovación ni su conformación de acuerdo con las previsiones constitucionales, lo que da lugar a una situación insólita que no se había producido nunca. A lo que hay que añadir que no es el producto de razones de fuerza mayor ni de fenómenos que respondan a causas que nos sobrepasan y se sitúan fuera de nuestro alcance, sino que es un producto directo del comportamiento y de las decisiones que se vienen adoptando.
A la vista de cómo se desarrollan las cosas últimamente, no hay muchos motivos para ser optimista ya que siempre habrá una excusa para mantener una situación en la que perviven una composición y unas mayorías en instituciones clave -CGPJ, TC- que no se corresponden desde hace tiempo con la realidad actual ni con las previsiones constitucionales. Si el pasado mes de octubre fue el delito de sedición el argumento para evitar la renovación del CGPJ, hace pocos días ha sido el «cambio de la metodología»(sic) para acordar los dos miembros del TC que propone el CGPJ lo que ha impedido formular la propuesta. Y el mes que viene la excusa puede ser cualquiera otra, aunque no tenga relación alguna con la renovación de la composición de la institución.
Las crisis institucionales, con mayor razón aún cuando se añaden a otras crisis y sufren un proceso de enquistamiento como el que se está dando en este caso, deben ser objeto prioritario de atención, ya que sus efectos siempre acaban afectándonos a todos en nuestra vida diaria. Recuperar una normalidad institucional razonable, de la que carecemos en estos momentos como consecuencia del deterioro que han experimentado algunas instituciones claves como las reseñadas (aunque no solo ellas) puede contribuir a generar condiciones más favorables para encontrar soluciones viables y efectivas a los problemas que tenemos, que no son pocos ni sencillos. O, al menos, para que no empeoren más las cosas, que todo es posible.
En este escenario, que no puede decirse que sea el más idóneo para afrontar los problemas derivados de esta crisis institucional, no deja de ser curioso que la fecha acordada (parece ser que es lo único en lo que ha habido entendimiento) por el CGPJ en funciones para desfacer el entuerto de la renovación pendiente del TC (a añadir a la del propio CGPJ) sea precisamente el 22 de diciembre, día en el que se celebra el sorteo de la Lotería de Navidad. No sabemos si como un toque de humor para aliviar la tensión institucional acumulada o con la secreta esperanza de que un golpe de suerte nos premie con el »gordo’ y se solucionen los problemas pendientes. Aunque también puede ocurrir, y no es nada descartable, que ese día no nos toque ni la pedrea.