Javier tajadura-El Correo

El Consejo de Ministros extraordinario convocado para hoy sábado decretará el estado de alarma. Se trata de una medida que debería haberse adoptado en la reunión ordinaria del pasado martes. Si no se hizo entonces fue, probablemente, para no aumentar el miedo y la intranquilidad que se estaba propagando entre la población. Pero, desde un punto de vista constitucional, resultaba y resulta obligado. El ‘estado de alarma’ se enmarca dentro del denominado «derecho de crisis» recogido en todas las Constituciones para hacer frente a situaciones de anormalidad en las que los poderes ordinarios del Gobierno no resultan suficientes. En nuestra Constitución (art. 116) se recogen tres situaciones diferentes: estados de alarma, excepción y de sitio. Según la Ley Orgánica que los desarrolla, uno de los supuestos que justifica precisamente la declaración del estado de alarma es la existencia de una crisis sanitaria o una epidemia. El Gobierno puede decretar esta situación por un periodo máximo de 15 días, y para prolongarla necesita inexcusablemente la autorización del Congreso de los Diputados. El estado de alarma, a diferencia de los otros dos previstos para hacer frente a actos de fuerza, crisis de orden público, rebeliones etc. no permite llevar a cabo la suspensión de ningún derecho fundamental, pero permite al Gobierno imponer restricciones y obligaciones de derechos de gran intensidad. Baste citar tres: se puede impedir la libre circulación de personas, se pueden imponer prestaciones personales obligatorias y se pueden intervenir y ocupar industrias, locales, etc. (con excepción de domicilios privados).

Ninguna duda cabe de que son medidas que será necesario adoptar para poder afrontar la emergencia sanitaria provocada por la extensión del coronavirus y lograr su contención. Algunas comunidades autónomas habían adoptado ya algunas medidas de dudoso encaje constitucional como el confinamiento de miles de personas. Con la declaración del estado de alarma, esta restricción del derecho a la libre circulación de personas tiene la cobertura jurídica necesaria. Lo mismo cabe decir de la posible movilización de sanitarios (de fuera del sistema público de salud) o de cualquier grupo de personas cuya colaboración se considere imprescindible. Sólo con el estado de alarma puede el Gobierno imponer a los ciudadanos la realización de actividades obligatorias. Lo mismo cabe decir, por poner un ejemplo, respecto a la posible ocupación de hoteles para reconvertirlos en hospitales. Precisamente porque se trata de medidas que implican restricciones severas de derechos fundamentales sólo pueden adoptarse en el marco del Derecho de crisis, con todas sus garantías. La principal es el control del Congreso, sin cuya aquiescencia estas medidas no pueden prolongarse más de quince días.

Algunas medidas adoptadas hasta ahora por algunas Comunidades Autónomas (confinamiento de cientos de personas) no tenían la necesaria cobertura jurídica. El estado de alarma pone fin a esa situación de inseguridad jurídica. Por otro lado, se configura también como la premisa necesaria que permitiría en su caso aplazar las elecciones autonómicas vascas y gallegas convocadas para el 5 de abril. A día de hoy, por negligencia del legislador, no está prevista en ninguna norma la suspensión de elecciones. Es preciso reformar -se puede hacer por vía de urgencia en diez días- la LOREG para atribuir a la Junta Electoral Central la competencia para aplazar los comicios. En la medida en que es un poder neutral mayoritariamente integrado por magistrados del Tribunal Supremo (8 de 13 de sus miembros) es más lógico atribuirle a ella esa delicada facultad que asignársela al presidente del gobierno o de una Comunidad Autónoma. El estado de alarma decretado para hacer frente a una epidemia sería un motivo claro que justificaría un aplazamiento electoral.