- Para algunos, Otegi es un admirable defensor de la paz, y Martín Villa un sátrapa del franquismo. Que semejante delirio haya conseguido salir de los panfletos underground de la extrema izquierda para ser asumido por muchos ciudadanos supone un fracaso colectivo de la democracia.
Las formaciones que siguen la estela de ETA cambian, pero Arnaldo Otegi permanece. El dirigente es el único rostro de la política que sigue en el mismo sitio después de más de 20 años. Su dominio del eufemismo se ha ido perfeccionando con el paso de las décadas. Otegi sobrevuela las palabras sin llegar a pronunciarlas.
Da igual. Una parte de la esfera pública le pone el autocompletar como si fuera la búsqueda predictiva de Google. Sienten hacia él esa indulgencia que algunos adultos tienen con los niños. “Ya habla”, afirman, cuando la criatura apenas balbucea fonemas inteligibles. “Ya anda”, proclaman orgullosos, cuando el bebé a duras penas puede sostenerse en pie unos segundos antes de desplomarse.
Otegi no es ningún recién nacido, por más que la práctica totalidad de sus manifestaciones intelectuales le hagan salir perdiendo en la comparación.
El aberzale ha conseguido ser el protagonista de la semana por volver a decir que fue una pena que a ETA no le quedara más remedio que matar. Ninguna novedad que justificara los aspavientos de aquellos que creyeron que el personaje empezaba a parecerse al estadista que llevaban 15 años dibujando. Nadie como el propio Otegi para zafarse de esa imagen.
“Tenemos a 200 dentro. Y esos 200 tienen que salir de la cárcel. Si para eso hay que votar los Presupuestos, pues los votaremos. Así de alto y claro os lo decimos”. Sólo la primera persona del plural debería ser suficiente para que todos sus exégetas pidieran perdón. Algo nos dice que no lo veremos.
La semana de protagonismo de Otegi coincide en el tiempo con el martirologio de Rodolfo Martín Villa. Las opiniones que sobre ambos asuntos ha plasmado la ministra Ione Belarra, a la sazón secretaria general de Podemos, dan una idea precisa del estado de la cuestión.
Del primero:
Hace 10 años ETA puso fin a su actividad. Hoy la IA ha dado un paso sin precedentes poniendo en el centro el dolor de las víctimas de ETA, reconociendo que nunca debió producirse y que las vías pacíficas son el único camino posible. Obligación de los demócratas reconocer el paso.
Del segundo:
La jueza argentina María Servini procesa a Martín Villa por homicidio y torturas. Duele que tengan que ser otros países los que ayuden a las víctimas del franquismo a avanzar en el camino de la justicia, pero es un paso muy importante.
«Los arquitectos de la España democrática no pueden morar las tinieblas reservadas a los que consagraron su carrera a dinamitar (literalmente) el proyecto»
En esas estamos. La lectura de los razonamientos de Servini, desbrozados por algunos periodistas españoles que han tenido acceso a su auto, es toda una experiencia lisérgica. La juez argentina es el mejor ejemplo de que el relato deformado de la Transición que han hecho sus enemigos declarados ha calado hasta en aquellos que por edad (84 años) vivieron los acontecimientos, aunque fuera con un océano de por medio.
La magistrada carga sobre los hombros de su casi coetáneo (87) la responsabilidad de cuatro homicidios: Pedro María Martínez, Romualdo Barroso, Francisco Aznar y Germán Rodríguez. Todos ellos se produjeron después de la muerte de Francisco Franco, entre 1976 y 1978, durante ese proceso histórico antes referido en el que el carácter represor de las fuerzas del orden, procedentes de la dictadura, no se pudo adaptar al Estado de derecho democrático como quien le da a la luz pulsando un interruptor.
Da igual que ocupara la cartera de Relaciones Sindicales en un gobierno formado con el dictador ya fallecido. La actuación intolerable de unos policías desalojando una asamblea de trabajadores en una iglesia de Vitoria el 3 de marzo de 1976 le resultaría imputable penalmente.
Más de dos años después, durante los sanfermines de 1978, y siendo ministro del Interior en la legislatura constituyente, muere Rodríguez como resultado de una intervención policial condenable tras desplegarse una pancarta a favor de la amnistía total. Servini considera que el integrante de un ejecutivo que había legalizado al PCE y amnistiado a 1.232 etarras merece ser procesado por delitos de lesa humanidad.
No hay derecho a lo que se le está haciendo a Rodolfo Martín Villa.
En septiembre de 2020, cuando fue llamado a declarar, personalidades muy destacadas de la política española, encabezadas por los cuatro expresidentes vivos, enviaron cartas a Servini intercediendo por Martín Villa.
Fue un gran gesto que no debería tardar en repetirse.
Al calor del descontento ciudadano plasmado en las acampadas del 15-M se ha ido fraguando un relato en la España de la última década. En él, Otegi es un admirable intermediador por la paz, en vez de la triste reliquia que constituye alguien que no es más que un superviviente de un tiempo para olvidar. A la vez, Martín Villa es un sátrapa del franquismo, una suerte de Augusto Pinochet de Santa María del Páramo, provincia de León. Que semejante escenario haya conseguido salirse de los panfletos underground más esquizoides para ser asumido como parte de cierto mainstream supone un fracaso colectivo. Los arquitectos de la España democrática no pueden morar las tinieblas reservadas a los que consagraron su carrera a dinamitar (literalmente) el proyecto.
Basta ya. Defendamos sin complejos el país de Martín Villa. Condenemos al ostracismo moral las reiterativas contorsiones de Otegi. Sin ambigüedades ni circunloquios.
*** José Ignacio Wert Moreno es periodista.