ARCADI ESPADA-El Mundo
Tanto la exuberancia falseadora como la relativa indiferencia del público aconsejarían un –difícil– estudio comparativo que no tengo noticias de que se haya hecho. En primer lugar sobre la frecuencia de sus intervenciones públicas respecto a la de otros presidentes; y en segundo lugar sobre el número de mentiras. Sería de interés proyectar el aparato de comprobación del Post sobre los mandatos de Nixon o Clinton, por poner dos intencionados ejemplos.
El escrutinio pondría en aprietos a muchos políticos americanos. Y no solo americanos, desde luego. Hace un año seguí con cierta disciplina el debate que llevó a Pedro Sánchez al Gobierno. Aunque sin mayor rigor metodológico, fui fijándome en aquellas frases del presidente que me parecieron falsas o al menos engañosas. Sospecho que una verificación al modo del Post habría dejado su discurso en cueros. Baste recordar, aunque solo sea desde el punto de vista cualitativo, el papel que jugó esta mentira redonda, inequívoca y desvergonzada: «El Pp ha sido condenado por corrupción» en el éxito político de Sánchez. Una mentira nuclear que sigue repitiendo con su impavidez acostumbrada, la última vez en su fallida investidura parlamentaria.
La presión de los medios y la conversión de la mentira en la señal de identidad de su presidencia no ha arredrado a Trump. Su promedio de mentiras diarias sube a 20, si se cuenta desde abril. Puede que dejar de mentir le suponga el implícito e indeseable reconocimiento de haber mentido: como si de pronto el pez supiera qué es el agua.
Del minucioso trabajo del Post se sigue la exigencia de una democracia donde se diga la verdad. Pero la abrumadora falta de recato de Donald Trump no debe encubrir hasta qué punto tal exigencia es una novedad.