José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Da la entera impresión de que la gestión del PP está conducida por un pequeño grupo de dirigentes reunidos en torno a una mesa-camilla en la que se urden maniobras de escaso recorrido
Si en España nunca tuvimos desde que se inició la democracia una izquierda más sectaria y agreste, jamás, tampoco, en correspondencia, una derecha política más inconsistente e intelectualmente más simple y elemental. Este era el momento de la réplica inteligente a un Gobierno de coalición rebasado por las circunstancias, internamente competitivo y con proyectos políticos incasables. Y, sin embargo, el primer partido de la oposición —el PP— se ha sumergido en la política de las pequeñas cosas, en la domesticidad de los discursos y en la endogamia de las cuitas internas. Así, y pese a que tiene las encuestas de cara, podría perder las elecciones —fueran cuando fuesen— y prolongar un ciclo de la izquierda que tendría que subir su apuesta desvencijando definitivamente el sistema.
No se alcanzan a comprender las razones para plantear un acuerdo para sustituir a cuatro magistrados del Tribunal Constitucional que desmiente el discurso de Pablo Casado según el cual su propósito es “despolitizar” los órganos constitucionales como el TC y el Consejo General del Poder Judicial. Ha hecho todo lo contrario de lo que debía, respaldando a unos candidatos manifiestamente mejorables, y uno de ellos, carente de la más obvia idoneidad para el cargo en cuanto a su independencia se refiere.
Tampoco se compadece con sus palabras la enorme e innecesaria controversia sobre el cuándo del congreso de la organización en Madrid y sobre el quién de su presidencia —o Díaz Ayuso u otra persona—, una diatriba innecesariamente pública que le resta a él estatura política, desgasta a la lideresa madrileña y concierne —pero para deteriorarle— al alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, que jamás debió asumir el rol de portavoz nacional del partido.
Al tiempo, Génova permite con su desconcierto y la gestión de capataz de latifundio que ejerce Teodoro García Egea, secretario general del PP, que personalidades tan inestables y narcisistas como la de Cayetana Álvarez de Toledo se encaramen en referencia de una cierta militancia a la que unos y otros tratan como a una masa enfervorizada de ‘hooligans’. El recital mediático de la todavía diputada —que pese a su conocida perspicacia no sabe explicar por qué continúa en el partido que denuesta con acusaciones muy serias— causa auténtico bochorno al electorado, no solo por la textualidad de sus afirmaciones, sino también por el hecho de que en el interior de la organización se estén produciendo estos episodios que rozan lo sórdido.
Tampoco es de recibo que el líder del PP nos depare todos los miércoles el mismo espectáculo en las sesiones de control al Gobierno en el Congreso: un chorro verbal y a menudo desarticulado de argumentos-ariete contra el presidente que salva con su altivez irritante favorecida por el desorden dialéctico y la previsibilidad de su oponente. Es intolerable para con la inteligencia colectiva de la derecha democrática que Pablo Casado resuma la significación del acto de Valencia del pasado sábado encabezado por la vicepresidenta segunda en una expresión tan roma como la de “aquelarre radical”, renunciando a meter el bisturí en la interpretación de un gesto político que constituye una enorme bofetada política a Pedro Sánchez
La sustitución progresiva de ciudadanos por ‘hooligans’ es simétrica a la postergación de las razones frente a las emocione
El PP carece de estrategia y solo se desenvuelve en la táctica, es decir, en el cortoplacismo, en la improvisación y en la ocurrencia. Actúan sus dirigentes como si la política española fuese un plató en el que vence el que lanza la mejor consigna. Da la entera impresión de que la gestión del PP está conducida por un pequeño grupo de dirigentes reunidos en torno a una mesa-camilla en la que se urden maniobras de escaso recorrido y vuelo raso. Y así no se ganan elecciones, ni se ofrece al país una alternativa, ni se adquiere el respeto de los medios de comunicación serios ni se sirve a los requerimientos de un electorado liberal-conservador sensato que quiere ideaciones y planteamientos a la altura de los desafíos de la situación de nuestro país.
Existen modelos de oposición eficientes y que el PP podría estudiar implantar en su labor frente al Gobierno. Parten todos ellos de un principio de lealtad con sus electores, con el sistema democrático y hasta con el Gobierno, por pésimo que sea. Es el llamado ‘sistema Westminster’ de los británicos con un ‘Gabinete en la sombra’ cuyos integrantes siguen a su homólogo en el Gobierno y le replican. Una fórmula acreditada por su eficacia, como otras de distintos países apellidadas ‘contra gobierno’ u ‘oposición de expertos’, modelos que evitan la improvisación, estimulan la imaginación y los contraargumentos eficaces y van perfilando una alternativa al Ejecutivo de turno. Y que eluden esas miserias políticas —cuestiones personales, ajustes de cuentas, discursos gruesos— que achican la dimensión estadista y que en momentos tan cruciales como el actual de España desalientan y desorientan.
La oposición no debiera ser un espacio más cómodo y menos exigente que el del Gobierno, porque si así sucediera —y en España sucede—, la política se hunde en la mediocridad y es abandonada como territorio de excelencia por parte de los electorados que aspiran a que en él habite vida inteligente y no meros eslóganes. Escribía ayer Esteban Hernández que las clases altas decían no entender los artículos de Javier Gomá. Pues, justamente, que no se imponga una reflexión ilustrada sobre la cultura de política futbolera que ahora hegemoniza España es una razón poderosa para abonarse al escepticismo pesimista. La sustitución progresiva de ciudadanos por ‘hooligans’ es simétrica a la postergación de las razones frente a las emociones. Y la derecha democrática debería ser algo distinto, algo diferente y algo distante a ese signo miserable de nuestro tiempo.