Iván Igartua-El Correo

Catedrático de Filología Eslava UPV/ EHU

  • La Universidad tiene que ser activamente intolerante con la intolerancia. Si no, demasiado tarde, nos rasgaremos las vestiduras

Sostenía Nietzsche –y recordaba Ortega– que en nuestra vida influye no solo lo que nos pasa, sino también, y acaso más, lo que no nos pasa, o que aquello que no se hace tiene tanta o más importancia que las cosas que se hacen. Cuando a un profesor se le señala o se le amenaza en las paredes de la Universidad con pintadas tan siniestras como la mano que las ejecuta, el silencio –incómodo o no– de quienes tienen innegable ascendencia política sobre los acosadores nos avisa, por si últimamente nos habíamos despistado, de su catadura moral. Y que la Universidad en la que trabaja Carlos Martínez Gorriarán, profesor de Estética y Teoría de las Artes, no haya publicado uno de esos comunicados que suele difundir de inmediato cuando se trata de otros lances da una idea quizá demasiado clara de la situación que atraviesa la UPV/ EHU.

La presión radical sobre la institución no es nada nuevo, es cierto. El ultranacionalismo, aderezado ahora con tintes filocomunistas o directamente estalinistas, ha contemplado siempre la Universidad como una presa apetecible y además vulnerable, un espacio que podía llegar a someter a poco que se lo propusiera, echando mano de escuadrones estudiantiles, nunca numerosos, pero sí aguerridos (y sobre todo violentos), y aprovechándose de la oportunidad que ofrece uno de los accesos –el menos competitivo, por estar limitado lingüísticamente– a puestos de personal desde los que poder ejercer cierta influencia.

Solo era cuestión de tiempo que el proceso de colonización y paulatino reemplazo condujera a un cambio de rumbo en la Universidad. El borrado de las siglas en español en la marca oficial, toda una declaración de intenciones, es un claro síntoma del giro ansiado, por más que se haya procurado camuflar bajo la presunta necesidad de distinguir la Universidad pública vasca de alguna levantina. En cuanto al color que viste la nueva marca, la proximidad con respecto a la imagen de EH Bildu será accidental, pero harto llamativa.

Los grupúsculos ultras quieren apropiarse del espacio público a costa de la convivencia

Después de una temporada de perfil latente (y quizá algo bajo para sus expectativas), los grupúsculos ultras, no siempre bien avenidos, parecen querer volver por donde solían, recurriendo a los mecanismos habituales de la amenaza y el amedrentamiento. El objetivo sigue siendo el mismo que hace décadas, cuando sus mayores contaban con el respaldo de ETA y sus pistoleros: la apropiación monocroma del espacio público, en este caso la Universidad, a costa del pluralismo y la convivencia. El momento, además, parece propicio. A la postura más indulgente de la dirigencia hacia determinadas actitudes se suma el ambiente de normalización (e incluso blanqueamiento) que ha favorecido el entorno político general, marcado por la debilidad de un Gobierno central que requiere incluso del apoyo del abertzalismo extremo.

La creciente sensación de impunidad envalentona a la manada. Y la consecuencia es el silenciamiento de las personas que no comulgan con el ideario único que se pretende imponer. La estrategia ha funcionado históricamente en el conjunto de la sociedad y lleva años ensayándose en las aulas. El mensaje es rotundo: quien se oponga al proyecto obligatoriamente antifascista, antisionista y euskaldunizador –para ser precisos, antidemocrático, antisemita y excluyente– no tendrá cabida en los campus, debe ser aislado y, a ser posible, expulsado de la Universidad.

Las primeras acciones son el señalamiento público y el intento de hostigamiento por opiniones contrarias a la doctrina vertidas en medios o redes sociales, o por las reticencias que un individuo o un grupo haya podido expresar en relación con iniciativas que no secunda. El patrón ha empezado a repetirse de modo inquietante. Da igual que la crítica se dirija hacia el terrorismo de Hamás o los euskocampamentos de la vergüenza estilo Bernedo. Peor aún si esa crítica o reproche adopta un tono satírico (de sátiros no andaban faltos los segundos). Las opiniones, si son abiertamente discrepantes, se las guarda uno en casa y, si no, ya se encargarán los comisarios ideológicos de activar los mecanismos de intimidación. Los efectos están a la vista: algunos, como Carlos Martínez Gorriarán, acaban marchándose antes de tiempo, aunque solo sea por hartazgo.

La dirección de una institución que cree en su futuro y valora su proyección social ha de mostrar el coraje suficiente para combatir aspiraciones ilícitas, sin rebajar su gravedad o buscar atenuantes a estrategias y prácticas inadmisibles, vengan de donde vengan. Hay que decirlo –y obrar– sin titubeos: la Universidad tiene que ser activamente intolerante con la intolerancia. Por no reaccionar frente a un monstruo que quiere seguir creciendo, por no condenar y atajar a tiempo sus desmanes y especialmente el impulso totalitario que los anima, luego nos rasgaremos las vestiduras. Pero entonces puede que sea tarde, demasiado tarde para todos.