Antonio Papell, DIARIO VASCO, 14/6/11
La dimisión de tres magistrados del Constitucional cuyo mandato había caducado hace ocho meses –el pasado 8 de noviembre- ha sido tan sorprendente que enseguida se han producido especulaciones sobre los verdaderos motivos del traumatismo. En un primer momento, se ha relacionado la decisión con la reciente y polémica sentencia sobre Bildu, confundiendo incluso algún político encumbrado la posición de los dimisionarios sobre el particular. Pero a medida que han transcurrido las horas, la evidencia de que confluían en la misma postura el conservador Javier Delgado, que se opuso a la legalización de la coalición abertzale, y los progresistas Eugeni Gay y Elisa Pérez Vera, que votaron a favor, llevaba por fuerza a admitir que, con toda probabilidad, la campanada judicial se ha debido simple y llanamente al hartazgo de sus señorías con la clase política, incapaz de proceder a las renovaciones pertinentes en tiempo y forma.
En otras palabras, los magistrados que han dado el portazo han propinado una sonora bofetada a los partidos políticos, que no han sido capaces de anteponer sus obligaciones constitucionales a sus intereses sectarios, porque lo que estaba y está en juego al fin y al cabo es la capacidad de influencia subrepticia de las fuerzas políticas sobre el alto tribunal, cuyo cometido es vital para la buena salud de la democracia ya que de él depende la congruencia de las leyes con la Constitución.
Lo extraño, a vista de pájaro, es que el Tribunal Constitucional haya tardado tanto en explotar porque la anterior renovación de cuatro magistrados designados por el Senado llego con más de tres años de retraso; y la elaboración de la sentencia sobre la reforma del Estatuto de Cataluña estuvo tan cuajada de marrullerías políticas en forma de presiones y recusaciones que se hubiera entendido perfectamente un golpe de autoridad moral como el que ahora acaba de producirse.
Nunca es tarde si la dicha es buena, y de cualquier modo este gesto honorable debería servir para marcar un antes y un después en las relaciones entre los distintos poderes del Estado. La lealtad constitucional tendría que obligar al Parlamento a cumplir con exquisita puntualidad los nombramientos que le incumben. Y los magistrados deberían negarse ya no sólo a ser presionados por los partidos sino a que pudiera parecer tal cosa. Si los jueces más encumbrados no se ganan la respetabilidad por su cuenta, la Justicia no levantará cabeza en esta democracia todavía inmadura.
Antonio Papell, DIARIO VASCO, 14/6/11