EL MUNDO – 18/03/15 – VICTORIA PREGO
· Aquella sentencia de la Audiencia Nacional llenó de asombro a muchos ciudadanos. Y de escándalo. No sólo porque eximiera de cualquier culpa y librara, por tanto, de cualquier sanción a los energúmenos que acosaron brutalmente al presidente de la Generalitat y a varios diputados del Parlament, sino por los argumentos con que el tribunal se hizo acompañar en su resolución. Porque lo que decía la Audiencia era que esa agresión infame contra los representantes legítimos de los catalanes era lógica y debía aceptarse porque les amparaba la libertad de expresión y les excusaba la situación de crisis que padecía el país y el hecho de que los manifestantes no pudieran evidenciar su enfado públicamente debido, entre otras cosas, a que los medios de comunicación estaban bajo el control privado.
No sólo era mentira, es que era un razonamiento inaceptable que ponía a merced de cualquier grupo de agitadores a los representantes de todas las instituciones democráticas. Es decir, al núcleo mismo del sistema. Y eso es lo que ha venido a enmendar el Tribunal Supremo.
Han llegado las cosas en España a un punto de disloque en que se hace necesario casi cada día que las voces con autoridad vengan a dejar claro lo evidente y recuerden a quienes lo han olvidado que hay una escala de valores que debe ser protegida en una democracia. Y que en la cúspide de esa escala está la representación popular que ostentan quienes han sido elegidos por el pueblo para que asuman por su mandato la acción política. Por eso existe en el Código Penal el artículo 498, que describe exactamente el comportamiento de quienes participaron en el asedio al Parlament y que establece una pena de prisión de tres a cinco años para quienes incurran en él. Puede parecer muy alto el castigo, pero eso es porque ya nos hemos acostumbrado a despreciar los símbolos y los valores que nos amparan y que nos explican.
No era tolerable que se diera por bueno en un tribunal que un presidente de un Gobierno autonómico se viera obligado a tomar un helicóptero para poder acceder al Parlamento. O que a unos diputados les lanzaran líquidos y objetos varios para humillarles y humillar así lo que ellos encarnan, que es exactamente la democracia representativa.
El derecho a la libre expresión no puede nunca ser ilimitado. Al contrario, requiere de unos cauces y de unos contrapesos para que no acabe por convertirse en un derecho tiránico, que fue lo que practicaron aquel día de junio de 2011 unos individuos que no pertenecían a los maltratados por la crítica situación económica, como afirmó la Audiencia, sino a grupos antisistema, cuyo origen y motivaciones son de índole muy diferente. Es un alivio que el Tribunal Supremo haya vuelto a poner las cosas en su justo sitio.
EL MUNDO – 18/03/15 – VICTORIA PREGO