- Las declaraciones de Sánchez a la prensa catalana retratan a un político iracundo y fuera de control
Desde 2018 hemos visto ya tantos abusos y tantas quiebras de reglas escritas y no escritas que cuesta impresionarse con nuevos desmanes del poder radical que nos gobierna. Pero aun así toca reconocer que la lectura de la entrevista dominical que ha concedido Sánchez en la prensa catalana impresiona y asusta. ¿Y por qué? Pues porque se expresa claramente con todos los tics y pretensiones de un mandatario autoritario.
La síntesis de sus declaraciones es sencilla: habéis metido a mi mujer en tribunales, pues ahora os vais a enterar, voy a por vosotros. Cambiar las leyes para perseguir a jueces y periodistas porque tu familia -tu mujer y tu hermano- están acusados de corrupción no es el comportamiento del presidente de una democracia, sino el de un mandatario iracundo y fuera de control.
La situación de la mujer de Sánchez es la siguiente. Sin poseer siquiera un título universitario homologado, la señora Gómez dirige una cátedra en la Universidad Complutense con dos másteres (¿conocen ustedes a algún otro particular sin carrera universitaria a la que le regalen algo así en tan importante centro?). Además, empresarios que colaboraron con la «catedrática» fueron recomendados por ella y acto seguido resultaron beneficiados con contratos del Gobierno de su marido. Al margen del posible recorrido judicial, políticamente se trata de un caso innegable de tráfico de influencias, que en un país más serio habría provocado la caída del presidente nada más destaparse.
¿Y cuál es la respuesta de Sánchez cuando la prensa catalana le pregunta -amablemente- por el asunto? Pues responde que son «bulos» y «denuncias falsas» y defiende que su esposa tiene derecho a mantener su tinglado en la Complutense, «porque lo que se plantea es que la mujer del presidente tenga que renunciar a su carrera profesional, y eso no lo quiero para mi familia ni para la sociedad española». Y ya está. Del asunto medular, el tráfico de influencias de «la profesional», ni una palabra de explicación.
El segundo punto que impresiona es su aproximación a la renovación del Poder Judicial (en la que el PSOE tiene tanta culpa como el PP, o más, pues el partido sanchista solo acepta en las negociaciones someterlo al completo, como ha hecho ya con el TC). ¿Y por qué tiene que estar el CGPJ al servicio total de un partido que ni siquiera ha ganado las elecciones? En este debate, Sánchez amenaza con una reforma legal inmediata que permita que su mayoría parlamentaria elija a los jueces, pues concluye que los actuales -porque lo dice él- están ahí «por el poder de coaptación del PP, más que por sus méritos y capacidades». Pero ese supuesto problema lo va a arreglar el autócrata de un plumazo, con una reforma que hará que sean elegidos acorde a sus méritos y también con «perspectiva de género»·. ¿Y quién definirá esos méritos y esos géneros? En efecto: Sánchez, el Gran Hermano, que ya es dueño hasta de Telefónica.
El tercer asunto es el control de los medios críticos. Todo periódico que haya publicado informaciones sobre la mujer de Sánchez -y su hermano, al que no citan los entrevistadores catalanes- pasa a ser considerado por el presidente «tabloide digital que difunde bulos». El autócrata se arroga así la potestad de decir qué medios son buenos -los que le hacen la ola- y cuáles son malos (los que ejercen la crítica y control del poder, que es la razón de ser del periodismo).
En un primer momento se dijo que en su ofensiva contra la prensa de Sánchez se limitaría a trasponer la norma europea de Libertad de Medios. Pero ya no se queda ahí. Ahora anuncia que reformará la ley orgánica que regula el derecho al honor y a la rectificación. Es decir: las leyes que sirvieron a todos los presidentes de la democracia para sancionar las posibles malas prácticas del periodismo no le sirven al autócrata, que quiere ir más allá porque existe «un clamor por parte de muchísimos actores». ¿Se referirá tal vez a Francisco Camps, marcado erróneamente en más de cincuenta portadas de «El País»? No. Los «muchísimos actores» quejosos se reducen en realidad a uno: él mismo, que no tolera que en España exista libertad para denunciar las manifiestas malas prácticas de su familia y de su partido.
El recital se completa con un elogio a García Ortiz, el bochornoso y desprestigiadísimo fiscal general del Estado («está haciendo su trabajo», elogia Sánchez), y con una frase tan inadmisible como esta: «El lawfare es el PP y Vox». Esta sentencia refleja en toda su crudeza a un gobernante que niega a la oposición su derecho a existir, a hacer su trabajo y a poder gobernar algún día. Y como telón de fondo: fin de la igualdad entre españoles al dictado del separatismo catalán con la Ley de Amnistía y con un inminente cuponazo fiscal para Cataluña que pagaremos el resto de los españoles.
Conclusión: un peligro público viviendo en la Moncloa. Pero una parte sustancial de la población española no acaba de ver todavía lo que tenemos ya encima.