Jesús Cacho-Vozpópuli
- Para la Administración Trump, la UE es una potencia económica en declive
La marcha atrás protagonizada esta semana por Bruselas con el coche eléctrico ha venido a poner negro sobre blanco la crisis profunda que corroe un proyecto diseñado en origen por los padres fundadores para, además de garantizar la paz en un continente maltratado periódicamente por la guerra, asegurar la prosperidad de sus habitantes perseverando en el modelo de convivencia, la democracia parlamentaria, y los valores que hicieron grande a un continente responsable de lo mejor (probablemente también de lo peor) que ha producido la especie humana. Como es sabido, la Comisión Europea (CE) anunció el martes el abandono de sus planes para obligar a los fabricantes de automóviles a poner en el mercado vehículos totalmente eléctricos a partir de 2035. Nueva vida para el motor de combustión: los fabricantes podrán seguir vendiendo un número limitado de vehículos nuevos equipados con motores de combustión interna o híbridos. Más que una simple retractación, lo ocurrido se antoja un cambio trascendental teniendo en cuenta que el coche eléctrico se había convertido en santo y seña de esa nueva religión climática profesada con fervor por las élites de Bruselas. La escasa demanda y la dificultad de los fabricantes para ofrecer vehículos 100% eléctricos para esa fecha, han terminado por inclinar la balanza. Tras el Pacto Verde Europeo aprobado en 2019 y su componente automotriz, adoptado definitivamente en 2022, la Comisión cometió un error imperdonable al imponer la electrificación a un ritmo acelerado, sin estudios de impacto, sin una consulta estrecha con los fabricantes y sin evaluar el control europeo sobre la cadena de valor. Un error monumental en un momento clave, que obligó a la industria automotriz a poner en marcha una revolución fabril cuando se encontraba ya bajo los efectos de una feroz competencia china, lo que provocó un aumento vertiginoso de los costes en un momento, además, de retracción de la demanda, con las ventas cayendo un 20% en comparación con los niveles precovid.
El destrozo ha sido considerable. El automotriz es el sector industrial más importante de la Unión, responsable del 8% del PIB comunitario, dando empleo, entre los fabricantes y la gran industria auxiliar de componentes, a millones de trabajadores. Las consecuencias no se hicieron esperar: despidos masivos, cierres de fábricas y deslocalización. Más de 50.000 empleos perdidos en Alemania en lo que va de año. Y encarecimiento astronómico de los vehículos puestos en el mercado, cuyo precio medio ha experimentado un aumento de casi un 40% desde la pandemia. ¿Quién ha sacado tajada del dislate comunitario? China, naturalmente, los coches chinos, que han invadido un mercado como el español donde el comprador medio valora básicamente el precio, del orden de un 30% inferior al de los modelos equivalentes europeos, españoles incluidos. El tercer coche más vendido en España es un chino, un MG, que cuesta 18.000 euros; su equivalente, un Seat Ateca, sube hasta los 26.000. El salto no afecta solo a los utilitarios, sino también a los vehículos de lujo: un Ebro s900 híbrido enchufable, 426 CV, se vende en España por menos de 50.000 euros. Algo menos potente, 275 CV, un VW Tayron híbrido enchufable, cuesta en torno a los 60.000. Pero para adquirir un vehículo europeo de la misma gama, un X5 de BMW por ejemplo, hay que estar dispuesto a pagar 100.000 euros.
Hace tiempo que los fabricantes, empezando por los gigantes alemanes del motor, auténticos abanderados del poderío industrial germano, empezaron a presionar a su gobierno para obligar a la CE a dar marcha atrás o a modular los plazos hacia esa transición eléctrica. La presión cobró sus frutos con la elección de Friedrich Merz como nuevo canciller alemán a primeros de mayo pasado y la creciente pérdida de peso específico del presidente galo, Macron. El apremio ha sido tremendo: de los fabricantes, de los Gobiernos (excepción hecha del lamentable Pedro Sánchez, que ha calificado de “error histórico” la decisión de Bruselas) y de los medios: “Hay que salvar el automóvil” titulaba un editorial de Le Figaro el pasado 22 de octubre: “Los dogmáticos del Pacto Verde han transformado la transición ecológica en una religión de Estado, mediante un aluvión de regulaciones”. Tras meses de lucha, la guerra desembocó el martes en esa clamorosa rectificación que, sin embargo, sigue siendo muy parcial y llena de condicionantes. La Comisión se resiste, en efecto, a abjurar de su climatismo. A partir de 2035, los fabricantes podrán seguir vendiendo un número limitado de vehículos nuevos equipados con motores de combustión o híbridos pero siempre que cumplan varias condiciones, entre ellas la de compensar las emisiones de CO2 derivadas de ese permiso. Y novedades pintorescas, como la propuesta de fabricar coches pequeños subvencionados para un consumidor europeo que la propia CE ha contribuido a empobrecer, de acuerdo con la regla de oro de ese izquierdismo residenciado en Bruselas: primero arruino tu negocio y luego te ayudo con subvenciones. La exaltación de la Europa iliberal.
La semana ha terminado con otros dos ejemplos del dramático declive de un proyecto que camina hacia su ocaso si los ciudadanos europeos no lo remedian. Me refiero al fracaso que ha supuesto la no utilización de los activos rusos incautados para ayudar a Ucrania a sostener su esfuerzo bélico contra el invasor ruso y su sustitución por un falso crédito mutualizado por importe de 90.000 millones, cifra que en teoría debería sostener a Kiev durante los dos próximos años. A ello hay que añadir la no ratificación del acuerdo con Mercosur, otra de las grandes operaciones en marcha de esta Unión que castiga a sus productores con exigencias medioambientales de todo tipo, pero permite las importaciones de países donde esos cumplimientos son más bien laxos si no inexistentes. Cientos de agricultores franceses en pie de guerra, con sus tractores y remolques, se concentraron el viernes en Le Touquet (Pas-de-Calais), frente a la residencia de verano de Macron y señora en primera línea de playa. Frente a la casa, fuertemente custodiada por la policía, un ataúd con los lemas de la protesta. “Nos oponemos al acuerdo de Mercosur, a los recortes a la PAC, a los impuestos que gravan los fertilizantes, a la competencia desleal de terceros países. Estamos trabajando a pérdidas, mientras vemos caer en picado nuestro nivel de vida. Llevamos años de protestas sin lograr ningún cambio. Siempre salimos perdiendo: importamos productos sin ninguna regulación, que compiten con los nuestros a precios que no podemos igualar. Estamos a punto de explotar”, resumía uno de los líderes de la protesta.
Un sentimiento de hartazgo recorre la opinión pública de una Unión Europea a quien Donald Trump acaba de poner en evidencia. Una UE entre la espada de un dictador como Putin y la pared de un autócrata como Trump. En efecto, el 5 de diciembre la Casa Blanca hizo pública la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSS 2025), un documento marco que describe las prioridades de Washington en términos de poder, defensa y posicionamiento geopolítico para los próximos diez años, y que es particularmente agresivo con Europa al sostener que el modelo de la UE, tal como se ha desarrollado desde 1992, no genera ni crecimiento ni poder, sino una acumulación regulatoria y una impotencia sistémica que conduce al declive económico de los Estados miembros. Para la Administración Trump, la UE es una potencia económica en declive, afirmación que demuestra con datos relativos a su desempeño económico desde 1992. El NSS afirma, en efecto, que la participación de Europa en el PIB mundial ha caído del 25% en 1990 al 14% en la actualidad. La situación es aún más alarmante si se compara el PIB de Estados Unidos con el de la CEE (12 miembros) en 1992 y con el de la UE de los 27 en 2025. En 1992, Estados Unidos tenía un PIB de 6,52 billones de dólares para una población de 256,5 millones, mientras que el de la CEE sumaba 7,71 billones de dólares para 348,3 millones de habitantes. En 2024, sin embargo, el PIB estadounidense alcanzó los 29,18 billones para una población de 345 millones, mientras que el de la UE, ya con 27 Estados miembros, representó apenas 19,42 billones para 450 millones de habitantes. El declive europeo alcanza cotas dramáticas si se mide en términos de riqueza per cápita. En efecto, según el Banco Mundial, el PIB per cápita norteamericano en 2024 fue de 84.809 dólares, frente a los 43.145 dólares del ciudadano de la UE. En otras palabras, el nivel de riqueza per cápita es casi el doble en Estados Unidos que en Europa. Un fracaso económico que sólo cabe calificar de rotundo.
La UE ha fracasado a la hora de crear riqueza pero ha triunfado plenamente en su empeño de ahogar a los Estados miembros y a sus ciudadanos en una auténtica maraña normativa y regulatoria. Buena parte de ese fracaso está directamente relacionado con el fiasco de su transición a las tecnologías digitales. La creación de valor se concentra hoy masivamente en infraestructuras digitales, inteligencia artificial, semiconductores, plataformas y servicios digitales. Durante treinta años, la UE ha multiplicado normas, directivas, reglamentos y etiquetas, pero no ha construido un ecosistema tecnológico integrado, financiado y competitivo capaz de rivalizar con los de USA y China. Mientras el núcleo del valor global se volvía tecnológico, Europa se especializaba en normas y en la «administración de cosas». En el Top 100 de empresas más grandes del mundo figuran hasta 59 estadounidenses, 22 de ellas tecnológicas, que representan en conjunto casi la mitad de la capitalización bursátil mundial, mientras que la UE sólo cuenta con dos grandes actores digitales: la alemana SAP y la holandesa ASML. En otras palabras, Europa ya no es un centro global de innovación, sino apenas un mercado cautivo. Lo acaba de manifestar el ex comisario europeo Thierry Breton: “Nos estamos acostumbrando a que Washington nos domine tecnológicamente y a que Pekín nos venda sus productos mientras destruye nuestra industria. Somos vasallos industriales de China y vasallos digitales de Estados Unidos”. Más allá de las salidas de tono de Trump, la realidad es que los ciudadanos del viejo continente se están empobreciendo, consecuencia natural del declive económico y tecnológico que hoy encarna Bruselas y su burocracia. Y esta tendencia no hace más que agudizarse. Es el resultado de haber entregado las riendas a una supuesta élite de tecnócratas no elegidos democráticamente y desconectados de la realidad, además de fanáticos -como buenos izquierdistas- del ambientalismo punitivo, más preocupados por servir a ese falso progresismo que por crear riqueza. Una élite, además, profundamente cobarde como acaba de demostrar el caso de los activos rusos congelados en Bélgica. El tirano ruso puede invadir Ucrania y provocar cientos de miles de muertos, pero los burócratas de Bruselas no pueden utilizar esos fondos confiscados para ayudar al país invadido por miedo a las represalias rusas. El fracaso europeo es el triunfo de la izquierda y del ecologismo. Socialismo en estado puro.
Una Comisión que ha resultado ser un pésimo negocio político para España a partir de junio de 2018, con una Von der Leyen rendida a los pies del pequeño sátrapa que nos preside, cuyas veleidades antidemocráticas han avalado con mucha sonrisa y un silencio absoluto. Así tenemos un Gobierno sin mayoría en el Parlamento, que lleva tres años sin Presupuestos, que amenaza seriamente las libertades, (caso inédito de bolivarización en la Europa de los 27) de los españoles y al que la Comisión, con la mencionada señora al frente, no pone la menor objeción ni siquiera a la hora de soltar unos fondos Next Generation UE que están permitiendo al tiranuelo vivir de un falso crecimiento financiado con ayudas exteriores y con la emisión de deuda. No es exageración afirmar que el verdadero sostén de este Gobierno populista y corrupto ha sido la Comisión, que lo ha regado con fondos y con compra de deuda, y prácticamente sin condiciones, porque las pocas que le ha puesto, caso de la reforma de pensiones, no han hecho sino agravar el problema. Un asunto a recordar cuando, con un eventual Gobierno conservador en el poder, Bruselas exija los recortes de los que ahora se ha olvidado a pesar del crecimiento.
El proyecto de la Unión Europea parece haber llegado a una situación límite. ¿Qué hacer? Tal vez empezar por formular la pregunta que todo el mundo evita: ¿Puede Europa seguir manteniendo unos Estados del Bienestar imposibles de financiar sin el recurso al endeudamiento perpetuo? Lo decía esta semana el ex ministro de Economía francés Arnaud Montebourg para Le Figaro Magazine: “Tenemos el sistema de bienestar social de un país rico y la economía de un país pobre. No lo digo yo, lo ha dicho un ex primer ministro François Bayrou. En ciertos aspectos, la economía francesa exhibe las características de una economía en desarrollo. Cuando salimos de las grandes ciudades y recorremos los pueblos y subprefecturas, vemos que la Francia próspera de no hace tanto tiempo, con sus fábricas y su agricultura, es ahora un territorio donde todo está en venta o en alquiler”. ¿Merece la pena salvar el proyecto comunitario? Entre la disyuntiva de una Europa de vuelta a los Estados nación, una Europa dividida y enfrentada, incapaz de oponerse a las dinámicas de poder externas, a los caprichos de Trump o a las veleidades imperiales de Putin, y una Europa unida y fuerte, capaz de hacer valer la potencia de su mercado y su enorme impronta cultural y social, la elección está clara. La Unión es un proyecto hermoso que merece la pena defender. Pero con cambios urgentes. Con cambios drásticos. Urge democratizar la Unión implicando a los ciudadanos en las decisiones colectivas. Urge acabar con la absurda burocracia de Bruselas y su izquierdismo rampante generosamente retribuido con sueldos estratosféricos. Urge darle un profundo baño liberal a un proyecto cuyo objetivo no puede ser otro que la creación de riqueza, la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos, edificada sobre los valores de la libertad individual, el libre emprendimiento, la seguridad jurídica, la defensa de “lo europeo”, el control de la emigración y tantas cosas más. Poner la libertad en el frontispicio de Bruselas, frente al reglamentismo suicida que hemos conocido. Y urge, para empezar, jubilar cuanto antes a esa lamentable presidenta de la CE que hoy representa la pesadilla más que el sueño europeo. Para poner a su frente a un Draghi, vale decir a alguien con cultura, formación y arrestos, además de honestidad, bastantes para enderezar un proyecto que vive hoy sus horas más sombrías.