José María Múgica-Vozpópuli

Los hermanos Machado son dos grandes poetas, no como pretende el tópico: un gran poeta y otro menor

El pasado 21 de octubre, el Rey inauguró la exposición “Los Machado. Retrato de familia”, en la Real Fábrica de Artillería de Sevilla. Una iniciativa sin precedente en España en que se pretendía reunir en una exposición los fondos documentales de los hermanos Antonio y José Machado junto con los que habían pertenecido a su hermano Manuel Machado.

El Comisario de la exposición, y alma mater de la misma, es Alfonso Guerra. En el bellísimo catálogo, a cargo de la Fundación Unicaja existe una presentación del propio Alfonso Guerra bajo el título “La verdadera muerte es el olvido”. Relata ahí, entre otros muchos aspectos, aquella boutade de Jorge Luis Borges: “Ah, ¿Pero Manuel Machado tenía un hermano?”. Como prosigue Alfonso Guerra, aquello fue una boutade pero no fue una broma. La intención de Borges era llamar la atención sobre un gran poeta, Manuel Machado, tantos años en el olvido.

Lo reconoce el propio Guerra: “Éramos muchos los que, anestesiados por las razones políticas, habíamos orillado las razones poéticas”. Y sigue: “Así fue cómo imaginamos una exposición que descansara sobre tres pilares básicos: los hermanos Machado son dos grandes poetas, no como pretende el tópico un gran poeta y otro menor; los dos poetas se educaron en una familia extraordinaria, los abuelos, los padres, personas cultas, liberales y republicanas; y, por último, los dos hermanos poetas nunca estuvieron enfrentados, ni siquiera bajo el influjo de la Guerra Civil que los mantuvo alejados geográficamente”.

La verdad es que, siendo cierto que se repasa la estirpe de los Machado, a partir de Antonio Machado y Núñez, que fue rector de la Universidad de Sevilla, Gobernador Civil de Sevilla y Alcalde de la ciudad; de Antonio Machado Álvarez, “Demófilo”, padre de los poetas y considerado el primer gran folklorista español, inevitablemente la exposición recae sobre Antonio y Manuel Machado.

Discurre la educación de ambos en Madrid, en la Institución Libre de Enseñanza de D. Francisco Giner de los Ríos; los años de bohemia parisina a final del siglo XIX; las andanzas de Antonio en Soria, en Baeza, en Segovia y finalmente en Madrid; el tiempo en que escribían a cuatro manos las obras de teatro. También la etapa republicana, en que ambos hermanos se declaran firmes partidarios de la República.

Primer acto de la tragedia nacional

Y, finalmente, la tragedia de la Guerra Civil. Esa tragedia que coge a Antonio en Madrid, mientras su hermano Manuel se encuentra aprisionado en Burgos, a donde había acudido el 16 de julio de ese año infausto para visitar a su cuñada monja, hermana de su mujer, Eulalia. Y ello pese a que su hermano Antonio le había prevenido de los riesgos que corría España en aquella época tan desdichada. Lo contó su hermano José Machado, a propósito del último encuentro entre Antonio y Miguel de Unamuno, en que éste dijo: “Hay una niebla tan espesa, que no se distingue nada”. Fue la última vez que se vieron. El primer acto de la tragedia nacional, en vísperas de la Guerra Civil.

En Burgos, quedó atrapado Manuel Machado, ya incapaz de volver a Madrid, porque las líneas del ferrocarril habían sido cortadas el 18 de julio. En Burgos, donde Manuel Machado fue detenido y trasladado a prisión, bajo el anatema de ser desafecto con el golpe de estado. Allí permaneció dos días, preso del pánico a ser fusilado, igual que había sucedido con Federico García Lorca en agosto de 1936. No fue así, y al cabo de un par de días resultó liberado.

«La vida es cruel a veces; a veces es excesivamente dura. Pero este dolor nuestro, por profundo que sea, no es nada comparado con tanta catástrofe como va cayendo sobre el pecho de los hombres”

Mientras, Antonio Machado, que había permanecido en Madrid, siguió al gobierno republicano en aquella tragedia. En noviembre, se trasladó a Valencia, luego en 1938, a Barcelona. La comunicación entre los hermanos estaba interrumpida, sin perjuicio de esta tremenda frase de Antonio en una entrevista de agosto de 1937, y que también define la relación fraternal entre ambos hermanos: “Es para mí una tremenda desgracia estar separado de Manuel. Él es un gran poeta. Él, además de mi hermano, ha sido mi colaborador fiel en una serie de obras teatrales; sin su ánimo, nunca esas obras hubieran sido escritas. La vida es cruel a veces; a veces es excesivamente dura. Pero este dolor nuestro, por profundo que sea, no es nada comparado con tanta catástrofe como va cayendo sobre el pecho de los hombres”.

Es la expresión de una íntima fraternidad, por más que un hermano haya seguido la senda republicana y el otro haya quedado atrapado en Burgos, convertido en cuartel general de los alzados.

Luego, a la caída de Barcelona en enero de 1939, Antonio emprende, como otro medio millón de españoles, la ruta del exilio al sur de Francia, acompañado de su hermano José y de su madre, Ana Ruíz. Esa ruta en que la viejecita, en estado de demencia, preguntaba: ¿Cuándo llegamos a Sevilla? No, no era Sevilla a donde se dirigían sino a la localidad mediterránea del sur de Francia, Collioure, a orillas del mar. Allí encontraron refugio, hasta el fallecimiento de Antonio el 22 de febrero de 1939. Tres días después fue su propia madre, Ana Ruíz, quien fallecía en el mismo lugar. Y en el gabán del poeta fallecido un papel con unos versos inolvidables: “Estos días azules y este sol de la infancia”.

Ya en 1938, nombrado miembro de la Real Academia, pronunció su discurso de ingreso en el Museo de San Telmo, en San Sebastián, con escándalo de los curas y falangistas que asistieron a aquel acto. Seguía siendo el mismo liberal de siempre

Manuel, en Burgos, tuvo conocimiento del fallecimiento de su hermano. Y con las dificultades de la época –en la exposición figura el salvoconducto emitido por las autoridades francesas para que pudiera pasar a Francia–, se dirigió a Collioure, a guardar memoria a su querido hermano, también a su madre, recién fallecidos.

Se ha escrito sobre las loas de Manuel al régimen franquista. Es mejor no hacer caso. Ya en 1938, nombrado miembro de la Real Academia, pronunció su discurso de ingreso en el Museo de San Telmo, en San Sebastián, con escándalo de los curas y falangistas que asistieron a aquel acto. Seguía siendo el mismo liberal de siempre. Y todavía en 1946, poco antes de su fallecimiento en enero de 1947, publicó en ABC un artículo titulado “El quinto no matar”. Dice ahí: “Se puede morir por una idea. No se puede matar por una idea. Idea que empieza por matar no triunfa. Nunca … El nazismo y el fascismo… cayeron vencidos. Porque empezaron matando, drásticos y violentos”.

Es así que la exposición consigue el objetivo que buscaba, el rescate de Manuel, tras tantas décadas olvidado y siempre en un segundo plano respecto de su hermano Antonio.

Esa exposición permanecerá en Sevilla hasta el 22 de diciembre. Luego, en enero, pasará a Burgos, para finalmente concluir en Madrid. Se pueden decir dos cosas en estos tiempos de una España atribulada, asolada por la tragedia de Valencia: la primera, si tienen oportunidad, ya sea en Sevilla, en Burgos o en Madrid, no se la pierdan. La segunda, dar las gracias de corazón a Alfonso Guerra y a cuantas personas participan de la exposición. Han conseguido restituirnos a los ciudadanos, tantas décadas después, un patrimonio común que lo es de los dos hermanos –por fin, ambos en la misma orilla–; patrimonio que a todos los españoles nos pertenece y que nunca debemos olvidar.