¿Hemos caído ya en la trampa de creer que lo que aquí está en juego es sólo la renuncia a los medios brutales, como si los objetivos fueran moral y políticamente indiscutibles? Algún día se comprenderá que no es ETA el mal principal; éste está en las falsas ideas que la engendraron y en las ideas confusas o falsas que ella y los suyos han sembrado después entre nosotros.
La portavoz de Aralar en el Parlamento se permite algunos comentarios a propósito del cumplimiento del Plan Vasco de Educación para la Paz (EL CORREO, 23-10-09) que no debemos pasar por alto. No es la primera vez, ni será la última, que su partido político y ella misma desbarran a gusto cuando nos comunican sus criterios morales y políticos. La cosa es grave en quienes se ofrecen como modelo para una venidera izquierda abertzale al fin separada de ETA. Pero aún resulta más estremecedor que, según ella cita entre comillas, el propio informe de los evaluadores del Plan contenga juicios políticos y morales insostenibles.
Dejemos a la señora Ezenarro que prodigue eso tan bonito de ‘las y los alumnos’ para no incurrir en el funesto machismo de citar a todos-as bajo el género masculino. Siempre es más fácil, y mejor visto, repetir las fórmulas de moda que atreverse a hablar (y pensar) por cuenta propia. Ellá sabrá asimismo por qué quiere rechazar el testimonio directo de las víctimas en las aulas, como pretende el Gobierno, a menos que la desazone políticamente la mostración de sus heridas. Pues es más preocupante su apostilla de que, además de ETA, hay otros victimarios. Son demasiadas las veces en que su partido ha equiparado -y continúa equiparando- el ejercicio de la fuerza del Estado con la violencia terrorista y los muertos de los unos con los muertos a manos de los otros. Pero su propósito resulta diáfano cuando subraya que hay que trasladar a nuestros jóvenes «una visión global del sufrimiento», o sea, de todo sufrimiento, no sólo del causado por el terror etarra y la constante amenaza de sus fans. Se trata de un sufrimiento que ha generado «el contexto de violencia», o sea, desde la llamada de género hasta la de los ‘latin kings’, pero no en particular la violencia terrorista.
Para que quede más claro todavía, añade la portavoz que esa educación para la paz ha de impartirse «sin buscar réditos políticos». Sería milagroso que la deslegitimación moral y política de una violencia que invoca principios y objetivos políticos no busque y no provoque efectos de la misma clase. La lógica tanto como la justicia piden que tales efectos representen pérdidas políticas para quienes, por compartir aquellos fundamentos y metas, han justificado durante decenios el terrorismo. Y, por tanto, que traigan beneficios políticos para quienes lo han combatido y sufrido más que nadie sus zarpazos. Deslegitimar el terrorismo no puede al mismo tiempo favorecer a quienes hasta hoy lo han legitimado. Y lo siguen indirectamente legitimando, por cierto. Uno juraría que el otro día vio a esta señora en la marcha contra la prisión de los últimos líderes abertzales pillados mientras traficaban con ETA. Incluso he creído escucharla unas cuantas veces, antes y después de la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a favor de la legalización de los partidos políticos que ese Tribunal ha vuelto a condenar por ser afines al terrorismo.
Pero vengamos después a ciertos juicios contenidos en la primera evaluación de aquel Plan Vasco de Educación para la Paz. Según nos cuenta, escriben sus autores que «las sesiones han generado una tendencia a comprender en profundidad el concepto de empatía». Nadie lo habría dicho, a juzgar por los desconsoladores resultados de la encuesta entre jóvenes encargada por el Ararteko. A lo mejor es que sólo se trata de comprender qué sea la empatía, pero no tanto de sentirla y menos de practicarla. Mandan hoy los cánones lingüísticos que se hable de ‘empatía’ en general, en lugar de compasión o piedad para con las víctimas, y mucho me temo que la moral salga perdiendo con el cambio. Pues la primera es una capacidad psicológica que se conforma con saber ponerse en el lugar del otro, sea cual fuere su situación. La compasión, en cambio, es aquí el sentimiento de tristeza que nos embarga ante la desgracia inmerecida del otro. Por eso, y en compañía de la indignación, designa una emoción que acompaña a la virtud de la justicia. Compadecemos a las víctimas si al mismo tiempo nos indignamos contra quienes las han victimizado. Compasión e indignación se transforman ellas mismas en virtudes cuando impulsan la búsqueda de la justicia. ¿Acaso se dice algo parecido cuando se habla en términos de empatía?
Al parecer aquellos evaluadores concluyen que, gracias a este programa educativo, los así educados comprenden «que la violencia no debe ser respondida con violencia». ¡Válgame Dios y en ésas andamos todavía! Cuesta creerlo, pero así lo transmite y -faltaría más- lo celebra encantada la portavoz de Aralar. En el terreno privado, entonces, ¿ni siquiera hay lugar a la legítima defensa frente a aquella violencia? ¿Habrá triunfado al fin en Euskadi el precepto evangélico de poner la otra mejilla cuando nos golpean en una? Lejos de tamaña santidad, los ciudadanos comunes sólo podemos interpretar aquella consigna como el rechazo a tomarnos la justicia por la mano y la recomendación de dejar a la ley y al poder público responder por nosotros a la injuria sufrida. Y con la violencia que haga falta, naturalmente, para restablecer el derecho individual atropellado. Pero es que la violencia sólo engendra violencia, replicará quien aún se aferre a tópico tan tonto. Pues no, mire: sólo la violencia privada engendra otra violencia privada, mientras que la violencia pública es legítima porque viene precisamente a poner fin a la cadena interminable de violencias entre particulares. Si esto se enseñara a los niños, no haría falta recordarlo ahora a toda una portavoz parlamentaria.
En la escena pública vasca la educación para la paz debe ir más allá. Entre nosotros hay que explicar que desde hace 30 años una banda terrorista disputa al Estado el monopolio de la violencia legítima y por qué. Frente a esta violencia de naturaleza política, ¿qué haremos los ciudadanos, si no debe haber violencia que nos proteja de aquélla? ¿Pediremos beatíficamente al Gobierno que renuncie al uso legítimo de su propia fuerza como fórmula adecuada de contrarrestar la otra? ¿Aguardamos a que la banda acepte desarmarse para luego conceder graciosamente lo que ella y el mundo nacionalista vienen reclamando sin razones ni votos suficientes? Sea como fuere, ¿no hemos caído ya en la trampa de creer que lo aquí está en juego es tan sólo la renuncia a los medios brutales, como si los objetivos buscados fueran moral y políticamente indiscutibles?
Algún día se comprenderá que no es ETA el único ni el mayor mal de nuestro país. El mal principal está en las falsas ideas que la engendraron y en las ideas confusas o falsas que ella y los suyos han sembrado después entre nosotros.
(Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco)
Aurelio Arteta, EL CORREO, 4/11/2009