La Constitución española declara todavía hoy que el conocimiento del castellano es una obligación de sus ciudadanos, camino impositivo por el que le siguen entusiasmados los estatutos de las autonomías por respecto a su lengua propia. Esta permisividad para con las políticas nacionalistas de las burocracias estatales se acompaña con la ausencia total de una política europea en materia de lengua. No de lenguas, que de eso hay mucho, sino de lengua.
El proceso político europeo es elitista y se lleva a cabo en unas instituciones que están apartadas de la opinión pública y que el ciudadano no percibe como suyas. Y es un proceso político poco democrático porque sus actores principales son las burocracias nacionales y no la sociedad civil. Éste es el diagnóstico unánime sobre las causas de la incapacidad de Europa para poner en marcha un proceso político común fuerte, proceso que por otra parte se reclama como necesario para sacar a la Unión de su empantanamiento.
Pues bien, lo más curioso de este diagnóstico es que ignora (¿deliberadamente?) las causas estructurales de ese elitismo, lejanía y apartamiento que padecemos los europeos. Porque, ¿cómo no va a sentirse lejano el europeo medio de sus instituciones si no las entiende cuando le hablan? ¿Cómo no va a estar el proceso en manos de una elite cuando sólo unos pocos se entienden entre sí? ¿Cómo puede pretenderse que exista algo así como una opinión pública europea, una ‘öffentlichkeit’ común, cuando no existe una lengua común para que los ciudadanos deliberen? ¿Se imaginan lo que sería transmitir en directo una sesión del Parlamento europeo? El más rotundo fracaso de audiencia.
«En un país donde no haya un sentimiento de compañerismo (‘fellow feeling’), especialmente si se leen y hablan lenguas diferentes, no puede existir la opinión pública unificada que es necesaria para que funcione el gobierno representativo». Esto lo dijo John Stuart Mill hace ya siglo y medio, y se aplica a la perfección al problema de Europa, como subraya Manuel Toscano. Atención, no se trata de caer en el manido y falso tópico nacionalista/comunitarista según el cual una democracia exige el estar fundada en un correlativo ‘etnos’ (una ‘volkgemeinschaft’). No se trata de reclamar un ‘pueblo’ para Europa, de lo que se trata es de recordar los condicionamientos puramente comunicativos a que está sujeta cualquier democracia, más acá de todo origen étnico o cultural comunes. Y, en este sentido, puede afirmarse que la ausencia de un sistema de comunicación europeo, debida principalmente a la diversidad lingüística, tiene como consecuencia que no exista un público europeo, ni un discurso político europeo que no sea el de los profesionales. Al nivel europeo de la política le falta su público, y ello es esencialmente un problema lingüístico (Dieter Grimm).
Europa celebra en todos sus textos normativos la diversidad lingüística existente en su seno como un patrimonio valiosísimo, como una riqueza incomparable que hay que conservar. Y, desde luego, dedica sus mejores esfuerzos al respeto y promoción de todas las lenguas existentes, sean las nacionales o las minoritarias. Nadie se atreve a señalar, aunque sea tímidamente, que esa riqueza es algo así como una ‘damnosa hereditas’ que nos limita seriamente en nuestras posibilidades. Nadie a decir que la verdadera riqueza en materia lingüística, para un conjunto de personas que pretenden constituirse y actuar políticamente unidos, sería la de poseer una lengua común. Recordar esta simple y evidente realidad es poco menos que tabú en Europa (y en España), lo políticamente correcto es entonar cantos emocionados y un tanto autistas a nuestra diversidad.
Europa necesita urgentemente de una política lingüística porque sin ella no habrá otra Europa que la limitada intergubernamental y elitista. Y esa política tiene que estar encaminada a sentar las bases para una lengua común o, por lo menos, para un plurilingüismo menos florido y más convergente (Peter A. Kraus).
Es un hecho que la interacción entre hablantes de diversas lenguas obedece a un patrón inmanente y constante: el de que la gente va adquiriendo espontáneamente aquella otra lengua que le garantiza una mayor capacidad de comunicación que la suya, porque posee mayor potencial comunicativo, y va abandonando la suya propia o relegándola a un ámbito inferior (Abram de Swaan). ¿Por qué entonces la convergencia europea en materia económica y la creación de un ámbito social compartido desde hace treinta años no ha provocado un avance correlativo de la unificación lingüística, tal como esos patrones autoguiados de la interrelación lingüística hubieran pronosticado? Respuesta: porque se ha permitido a los etnonacionalismos que empapan todavía hoy a los gobiernos de los Estados y regiones europeos establecer barreras fuertes y rígidas a la espontaneidad de su propia ciudadanía, en forma de políticas lingüísticas fuertemente intervencionistas y coactivas.
Piénsese que la Constitución española declara todavía hoy que el conocimiento del castellano es una obligación de sus ciudadanos, camino impositivo por el que le siguen entusiasmados los estatutos de las autonomías por respecto a su lengua propia. Esta permisividad para con las políticas nacionalistas de las burocracias estatales se acompaña con la ausencia total de una política europea en materia de lengua. No de lenguas, que de eso hay mucho, sino de lengua. Porque sin lengua no hay política democrática digna de ese calificativo, sino sólo ayuntamientos de ocasión y disputas de límites.
J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 20/6/2010