MIRA MILOSEVICH-El Mundo
El envenenamiento del ex espía Skripal ha disparado la tensión diplomática entre Londres y Moscú. La autora señala que el caso pone en evidencia la debilidad de la Unión Europea y de la OTAN.
EL ENVENENAMIENTO de Serguei y Yulia Skripal en Londres, el pasado 4 de marzo, con gas Novichok, un tóxico letal que actúa sobre el sistema nervioso, ha abierto una grave crisis diplomática entre Rusia y el Reino Unido con aires de Guerra Fría. Así lo sugiere el anuncio hecho por la primera ministra británica Theresa May de la expulsión de 23 agentes encubiertos del Servicio Secreto ruso como represalia por el «altamente probable» uso por parte del Gobierno de Moscú de un arma química en una tentativa de asesinato contra dos ciudadanos británicos. Vil Mirzayanov, el químico ruso que reveló la fórmula del Novichok en un libro publicado en EEUU en 2007 (State Secrets) ha apoyado las actuaciones del Gobierno británico, «porque solo los rusos desarrollaron este tipo de agentes nerviosos».
Lo que más llama la atención de Novichok es que no está registrado por la OPAQ (Organización para la Prohibición de las Armas Químicas) y que no hace justicia a su nombre. Novichok en ruso quiere decir recién llegado o novato, connotando innovación, pero fue fabricado en los años 70, en la antigua Unión Soviética, como un agente de la serie N, una variante sobre gases tóxicos de la serie G que se producían en la Alemania de los años 30 y en el Reino Unido de los 50 (la serie V). Así que de novato tiene bien poco.
El caso Skripal y la reacción del Gobierno británico tampoco parecen fenómenos insólitos ni procedimientos en desuso, pero lo que da a la actual situación su tono de alto riesgo es el hecho de que las relaciones entre Rusia y Occidente están en su nivel más bajo desde la crisis de los misiles de Cuba. Aunque, tras el Brexit, el apoyo al Gobierno británico por sus socios de la OTAN, ex socios de la UE y EEUU no irá, probablemente, más allá de condenas verbales al régimen de Putin. De hecho, hay quien sostiene que uno de los motivos del Kremlin para provocar una crisis bilateral con el Reino Unido, dos semanas antes de las elecciones presidenciales en Rusia de este domingo, ha sido poner en evidencia la soledad de Theresa May, hasta ahora y con diferencia, la crítica más dura de Moscú. Ahora bien, la soledad de Londres es también la debilidad de la Alianza Atlántica. Putin hace lo que hace porque puede hacerlo y porque no tiene frente a él a nadie que se lo impida.
El caso Skripal muestra una mezcla de elementos distintos: el patrón conocido del Gobierno ruso para librarse de sus opositores, la ética de los espías y las tibias y temerosas reacciones occidentales ante una Rusia cada vez más agresiva.
Desde su llegada al poder en el año 2000, Vladimir Putin ha ido construyendo un Estado ruso que constituye por sí mismo una nueva especie política: una combinación de lo que el Kremlin define como «democracia soberana» (sobre el supuesto de que cada pueblo, según su carácter y tradición, debe poseer su propio sistema democrático) y una razón de estado tácita, si bien perceptible en la eliminación física de sus adversarios, sean estos periodistas (como Anna Politovskaya, asesinada en octubre de 2006 en el portal de su casa), políticos de la oposición (Boris Nemtsov, asesinado en febrero de 2015 en un puente de Moscú ) o antiguos espías (Aleksander Litvinenko, envenenado, en noviembre de 2006, cuando tomaba el té en un hotel de Londres, por una dosis letal de polonio-210). En todos estos casos se trató de que ninguna de estas muertes pareciera debida a un accidente.
El nuevo Estado ruso, dirigido y dominado por miembros del Servicio Secreto, se sostiene sobre el poder personal de Putin, ex agente de la KGB, y de su círculo de antiguos compañeros, así como en la ausencia de confianza hacia todas las instituciones que no sean siloviki (sila en ruso significa fuerza, y siloviki se refiere a las instituciones que usan la sila: es decir, el Servicio Secreto, la Policía, el Ministerio de Interior). Ni los Estados fascistas, ni la antigua URSS –sin duda peores en muchos aspectos que la actual Rusia–, fueron controlados en tal alto grado por los profesionales de espionaje.
El Kremlin ha hecho propia la ética de los espías. Una traición –tanto Litvinenko como Skripal traicionaron el Servicio de Inteligencia ruso pasando información al MI6– se paga con la muerte. El término vishaya sila (la fuerza mayor) es el lenguaje codificado que se usa en Rusia para definir un castigo de muerte por traición. El asesinato tiene varios objetivos: castigar, intimidar y afirmar la unidad de una comunidad selecta y cerrada cuyos miembros se protegen mutuamente.
La decisión de expulsar del Reino Unido a 23 espías rusos, anunciada junto con la ruptura de relaciones bilaterales con Moscú al más alto nivel (sin que suponga la expulsión del embajador ruso de Londres), la cancelación de la visita del ministro de Exteriores Sergei Lavrov y el boicot de la Casa Real y de los miembros del Gobierno de May al Mundial de Fútbol (no compartido por la selección británica) recuerdan las expulsiones de 25 espías rusos en 1985 y 90 en 1971.
May prometió «congelar los activos estatales rusos donde tengamos la evidencia de que pueden ser utilizados para amenazar la vida o propiedad de ciudadanos o residentes del Reino Unido», así como tomar «medidas enérgicas contra delincuentes serios y elites corruptas». Para que la promesa se cumpliera, habría que empezar por examinar las generosas donaciones de los expatriados rusos al Partido Conservador con objetivo de construir redes de influencia en la política británica. Todas las medidas que tome el Reino Unido estarán marcadas por la preocupación de poner en peligro los intereses comerciales británicos en Rusia, en particular, los de su principal productor de petróleo, BP, que posee una participación de 20% de Rosneft, el gigante ruso de hidrocarburos.
Ahora bien, más allá del estilo de la respuesta –tibia si se tiene en cuenta la gravedad de las acusaciones– y por mucho que los analistas busquen similitudes con la Guerra Fría, éstas no son muchas. Nunca utilizó la URSS un arma química contra un país miembro de la OTAN desde la fundación de la Alianza en 1949. La analogía histórica es fácil dado el bajísimo nivel de las relaciones entre Rusia y Occidente y los signos de una nueva carrera armamentística, pero es errónea. Yo viví la Guerra Fría desde la experiencia comunista. Llamar así a lo que está pasando ahora es engañoso y no aclara gran cosa. Lo que está sucediendo actualmente no es una nueva edición de aquello. Es algo diferente.
La Guerra Fría fue una competencia bipolar entre Estados Unidos y la Unión Soviética, los dos países más poderosos del mundo. Aunque otros factores contribuyeron a dicha competencia, fue decisivo el antagonismo ideológico entre la democracia liberal y el marxismo-leninismo. La primera se basaba en el reconocimiento de derechos básicos comunes a todos los seres humanos; el segundo, en «leyes científicas» del desarrollo social y económico, supuestamente descubiertas por Marx y Lenin. Debido a que cada una de estas ideologías se veía como universalmente válida, sus defensores se sentían obligados a difundirlas por todo el mundo. La Guerra Fría fue una sucesión de enfrentamientos diplomáticos y militares en Europa, Oriente Próximo, África, Asia y América Latina, escandida por varias crisis nucleares.
EL MUNDO de hoy no es bipolar (aunque a Putin le gustaría que lo fuera). Tampoco existe una rivalidad ideológica seria entre EEUU y Rusia. La de Putin no es ni de lejos una potencia militar y nuclear como la URSS. De la Guerra Fría surgió un liderazgo sólido de EEUU, una Europa más integrada y fuerte y una visión común del orden liberal internacional. Desafortunadamente, hoy no tenemos una visión común y contamos con un presidente norteamericano imprevisible y una Europa con muchos problemas sin resolver.
El problema que se le presenta al Reino Unido y a Occidente en su conjunto (UE, OTAN, EEUU) ante el intento de asesinato de un espía doble es que han reaccionado como si vivieran en una situación de coexistencia pacífica con Rusia, como lo hicieron durante la Guerra Fría con la Unión Soviética, entrando así en el juego de Putin, con una baraja trucada por su nostalgia de los tiempos soviéticos. Occidente no ha reaccionado al uso de las armas químicas por Bashar Asad en Siria contra la población civil, y a cuyo régimen sostiene y justifica el Kremlin «porque es el del Gobierno legítimo». Y tampoco a la anexión de Crimea (2014), como si cediera graciosamente a Moscú sus antiguas zonas de influencia. Mientras Rusia ha desplegado una diplomacia sostenida en la fuerza militar (la única creíble) desde 2008 (guerra de Georgia), los occidentales ejercen una diplomacia simbólica que se basa en las sanciones económicas, las listas negras de oligarcas amigos de Putin, la negación de visados de entrada en sus respectivos países, y la expulsión de espías.
Pero la soledad del Gobierno de Theresa May no es simbólica. Ni tampoco una mera consecuencia del Brexit. La declaración conjunta de EEUU, Alemania y Francia que condena el ataque contra los Skripal, calificándolo como el primer uso ofensivo de un agente nervioso en Europa desde la segunda Guerra Mundial, evidencia la división real de los europeos ante las agresiones de Rusia, la no menos real fuerza de la Unión Europea y la debilidad de la Alianza Transatlántica.
Mira Milosevich es Investigadora Principal del Real Instituto Elcano y autora de Breve Historia de la Revolución rusa.