LUIS HARAMBURU ALTUNA-El Correo
Lo políticamente justo y decoroso sería abrir un tiempo político para que las heridas sanaran y las mentes recobraran el sentido crítico hurtado por el temor y la presión
La obscena y miserable farsa del final de ETA representado la pasada semana en Cambo-les-bains ha puesto de manifiesto la toxicidad de su herencia. La clamorosa derrota policial y judicial de ETA no supone, necesariamente, su derrota política. La celebración del acto de Cambo es el mejor exponente de su supervivencia política, simbolizada en el traspaso de su legado a la izquierda abertzale. En su declaración del final de ETA, leído ante las cámaras de la BBC, ‘Josu Ternera’ no se arredró al afirmar que la banda «ha tomado esta decisión histórica, para que el proceso (…) continúe por otro camino (…) El independentismo de izquierdas trabajará para que ello conduzca a la constitución del Estado vasco». El independentismo de izquierdas, por si cabe alguna duda, no es otro que el representado por la constelación de Sortu y Bildu, que se han declarado orgullosos herederos de cuanto ha representado la actividad terrorista de ETA.
Una herencia es algo que el eventual heredero puede asumir o rechazar tras evaluar sus pros y sus contras, pero «el independentismo de izquierdas» se ha apresurado a recibir la herencia legada por ETA. Acaso dirán que las 854 víctimas asesinadas no forman parte del legado, pero la herencia es una e indivisible y lo acaban de asumir al negarse a considerar injusta la violencia terrorista que ha ocasionado la peor tragedia de toda la historia vasca. Todavía esta semana el «independentismo de izquierdas» ha escenificado en el Parlamento vasco su negativa a asumir la injusticia de los asesinatos cometidos por ETA. «Continuar por otro camino» el proceso que ETA inició supone asumir los postulados políticos y las metas marcadas por la misma, que son, en palabras de ‘Josu Ternera’, «materializar el derecho a decidir para el reconocimiento nacional (…) que conduzca a la constitución del Estado vasco».
Al nacionalismo institucional que actualmente nos gobierna le ha faltado tiempo para suscribir las metas que ETA ha depositado en manos del «independentismo de izquierdas». Esta semana ha concretado su adhesión a los objetivos políticos esbozados por el lider terrorista. En las exigencias formuladas por el PNV en el preámbulo del nuevo Estatuto aparecen los términos exactos de las metas mencionadas por ‘Josu Ternera’. ¿Casualidad u obscena coincidencia? El PNV siempre se ha jactado del dominio de los tiempos políticos, por lo que es improbable que sea achacable a la casualidad el hecho de coincidir, en la ponencia sobre el nuevo Estatuto, con las metas mencionadas por ‘Josu Ternara’.
Desgraciadamente, la herencia de ETA no se reduce a la servil anuencia de sus postulados por parte de la izquierda abertzale, sino que abarca toda una serie de conceptos que han pasado a formar parte del imaginario colectivo del conjunto del nacionalismo vasco. En ello consiste su supervivencia política y en ello estriba el triunfo de sus postulados, verbalizados como el «derecho a decidir», la «constitución del Estado vasco» o la primacía de la voluntad popular sobre el derecho democrático. Es obvio que asistimos a una pugna por la primacía en el seno del nacionalismo vasco, que tiene como horizonte el liderazgo sobre el conjunto del nacionalismo. Pero la renuncia de ETA a la utilización de la violencia para obtener logros políticos puede abrir la veda a compromisos políticos que hasta ahora se antojaban impropios.
Sin embargo, existe otro legado de ETA que los historiadores habrán de evaluar en el futuro, pero que no me resisto a mencionar en el contexto de la toxicidad de sus legados. Me refiero a la hegemonía del nacionalismo vasco en el seno de la sociedad vasca. Tal vez sea este el principal de sus legados, ya que el resto de su herencia carecería de plausibilidad sin su concurso. Durante seis décadas, la sociedad vasca se ha visto sometida a la presión y a la violencia de quienes han tratado de imponer un modelo nacional-totaliario al conjunto de los vascos. Esa presión y esa violencia han conformado una sociedad sumisa a los postulados del nacionalismo, que han sido asumidos de manera acrítica por la mayoría. El nacionalismo es hoy hegemónico en el seno de la sociedad vasca y casi nadie discute los más que discutibles postulados sobre los que se alza su primacía. La abusiva imposición de símbolos y premisas ideológicas por parte del nacionalismo no es concecible sin la existencia de un clima generalizado de temor y presión, al que decisivamente ha colaborado el terrorismo etarra.
Lo políticamente justo y decoroso sería abrir un tiempo político para que las heridas sanaran y las mentes recobraran el sentido crítico hurtado por el temor y la presión. La libertad recobrada por los vascos necesita algún tiempo para serenar las conciencias y aprender a caminar sin miedo. Sin embargo, parece que al nacionalismo le han entrado prisas para acometer sus programas máximos, arropados por la excusa de la ausencia de ETA. Pero ETA no ha desaparecido, al parecer, solo se ha «disuelto» en el conjunto del nacionalismo.