Agustín Valladolid-Vozpópuli

Cada vez que en las grandes disyuntivas Sánchez ha tenido que elegir entre lo mejor para el país o para él, casi siempre ha optado por él. Y no hay ninguna razón para pensar que esta vez vaya a cambiar

Por primera vez desde hace casi una década, en las elecciones catalanas del domingo pueden ganar con cierta holgura las opciones no soberanistas. Si tal hipótesis se confirmara, como apuntan distintas encuestas, estaríamos ante un escenario político muy distinto a aquel de 2015, en el que los partidos que apostaban por la independencia y los que defendían el derecho a decidir sumaron 83 escaños frente a los 52 de PSC (Iceta), Ciudadanos (Arrimadas) y PP (Albiol). No es un asunto menor. Aunque habrá quien prefiera no verlo así.

En estos casi diez años de coacción nacionalista han pasado muchas cosas. Tantas, y tan calamitosas, que lo milagroso es que no se haya roto nada. Al menos de forma irremediable. Si los pronósticos aciertan, el 12 de mayo deberíamos estar en disposición de abrir una etapa nueva, que sirviera realmente para pasar página y dejar atrás uno de los períodos más negros de la historia de Cataluña. No es opinión. Son hechos.

La arremetida de los independentistas contra la legalidad democrática ha tenido múltiples consecuencias, todas ellas indeseables: manifiesto e histórico retroceso económico, indisimulable deterioro de los servicios públicos e intolerable repunte del racismo y el supremacismo, entre otras. Pero la más grave de todas, alimentada irresponsablemente por esa doctrina excluyente, heredera de aquella que exigía la pureza de la raza como factor imprescindible de aceptación en la etnia, ha sido el daño, a veces destrozo, ocasionado en la convivencia.

Empobrecimiento, monitorización, fanatismo e intolerancia. Ningún balance de lo ocurrido que pretenda ser ecuánime puede prescindir de estos conceptos para explicar la vida cotidiana de la Cataluña procesista

Cataluña es una sociedad partida en dos mitades que ha visto cómo se achicaban los espacios compartidos. Muchos catalanes, en los momentos más airados del procés, han tenido que hacer como que no veían ni escuchaban para no arruinar de forma irreversible dilatadas relaciones personales. Familias acosadas por reclamar el derecho a una enseñanza no vigilada. Profesores e intelectuales a los que se amenazaba (y todavía se amenaza) e impedía expresar con libertad sus ideas en las aulas.

Empobrecimiento, monitorización, fanatismo e intolerancia. Ningún balance de lo ocurrido que pretenda ser ecuánime puede prescindir de estos conceptos para explicar la vida cotidiana de la Cataluña procesista. Sin olvidar el de una violencia selectiva que casi nunca fue espontánea. Hasta la aplicación del 155, Junqueras y Puigdemont siempre estuvieron al mando. Son los principales promotores del fracaso. La paradoja es que ha sido el más medroso el que parece que va a salir ganando. Antes de las elecciones generales de julio, el fugado Puigdemont era apenas un espectro. Hoy, por obra y gracia de Pedro Sánchez, es uno de los personajes más influyentes de España.

Dos hipótesis

La posibilidad de que un acuerdo entre el Partido Socialista y el Partido Popular le diera al constitucionalismo el gobierno de la Generalitat es mucho más que remota. Pero no es esa la cuestión. La cuestión de fondo es que, para desgracia del conjunto de los españoles, esa hipótesis seguiría siendo inviable incluso si los números salieran. El antagonismo extremo que rige las relaciones entre gobierno y oposición es uno de los grandes dramas del país y la principal gasolina del independentismo.

No conviene por tanto perder el tiempo en fabulaciones. Centrémonos en conjeturas que tengan más visos de ser llevadas a la práctica. La principal, Hipótesis 1: un gobierno PSC-Esquerra Republicana. Para algunos, una desgracia. Para otros, un mal menor. Yo soy más de estos últimos. ¿Problemas? Varios. Empezando por la resistencia que pudieran oponer a ese pacto las bases y algunos dirigentes de ERC. Pero no es ese el principal. El principal es el de siempre. Se llama Pedro Sánchez.

Cada vez que el líder socialista, en las grandes disyuntivas políticas, ha tenido que elegir entre lo mejor para el país o para él, siempre ha optado por él. Y no hay ninguna razón para pensar que esta vez vaya a actuar de otro modo. Más bien al contrario. De entre los candidatos con opciones reales, hay pocas dudas de que Salvador Illa sería el presidente de la Generalitat más adecuado para abrir un ciclo en el que se emprendiera una cierta normalización. Pero no parece esta una opción compatible con los planes de Sánchez.

Cada vez que Sánchez, en las grandes disyuntivas políticas, ha tenido que elegir entre lo mejor para el país o para él, siempre ha optado por él. Y no hay ninguna razón para pensar que esta vez vaya a actuar de otro modo

“Que Stalin alcanzase su posición fue la suprema expresión de la mediocridad del aparato”, dejó escrito Leon Trotsky en Mi vida. Con un partido sin alma, como se vio en la procesión sin peana de Ferraz, entregado a la causa de un oportunista declinante, las posibilidades de una reacción interna que dificultara la renovación del pacto de sangre entre Sánchez y Puigdemont son hoy del todo inverosímiles. La supervivencia de Sánchez está en manos de los 7 diputados de Junts, y esa es la única realidad que en este minuto preocupa al presidente.

Si fueran otras las circunstancias, pero sobre todo si fuera otro Sánchez, quizá podríamos estar ante una excelente oportunidad de restaurar confianzas y reconducir una dinámica que, de no corregirse, acabará por eliminar cualquier vestigio del Estado en Cataluña. El independentismo ya no tiene prisa. Esa es la novedad. Se están tomando su tiempo. Como Sánchez, que también pretende comprar tiempo; a tocateja. Y eso incluye la Hipótesis 2: Illa se aparta en favor de Puigdemont. Así que no parece sensato albergar demasiadas esperanzas.