Ignacio Varela-El Confidencial
- Si a Sánchez le ocurriera algo mañana y hubiera que improvisar una investidura, la candidata indiscutible sería su vicepresidenta primera
Advertencia previa: el escenario que se dibuja a continuación es cien por cien especulativo. No procede de ninguna ‘fuente generalmente bien informada’ ni existen síntomas constatables de que algo así pueda estar cocinándose. Tómese, pues, como una muestra de mi manía por imaginar situaciones hipotéticas sin otro fundamento que la racionalidad estratégica —lo que la cualifica aún más como una historia de ficción—.
La legislatura actual se montó sobre dos hechos determinantes: el pacto de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias para gobernar juntos —con el auxilio de la galaxia nacionalista— y la fragmentación de la derecha en tres, con un liderazgo frágil y poco verosímil como alternativa en el PP (Casado), otro hecho añicos por su mala cabeza en Ciudadanos (Rivera) y la emergencia de una fuerza de extrema derecha (Vox) de techo ignoto y generadora de anticuerpos disuasorios en los sectores moderados del centro izquierda y el centro derecha.
La acción deliberadamente polarizadora de la dupla Sánchez-Iglesias en el marco de varias crisis consecutivas que exigían objetivamente políticas de concertación y no de confrontación (la pandemia, la oleada inflacionaria, la guerra, el crac energético) ha tenido efectos devastadores para la izquierda.
Del empate inicial entre los dos bloques ideológicos se pasó a un crecimiento sostenido de la derecha, que ya está tres millones de votos por encima de la izquierda en las estimaciones demoscópicas solventes. No cabe atribuir ese fenómeno a una mutación ideológica masiva de la sociedad española, más bien al repudio de un estilo de gobierno que repele instintos muy enraizados en ella. Repasen los resultados de Vallecas en 2021 o de cualquier poblachón de Andalucía en 2022, donde habita esa criatura mitológica denominada ‘clase media trabajadora’, y comprobarán algo de lo que se viene cociendo en la que fue sólida base social de la izquierda.
Además, los dos líderes del pacto fundacional de la coalición han destruido su crédito político. Iglesias, ya fuera del Gobierno, se ha convertido en una caricatura patética de sí mismo, ejerciendo de Torquemada mediático y policía de la ortodoxia socialpopulista, y Sánchez ha logrado concitar en Su Persona tal cúmulo de animadversiones que el antisanchismo es ya una razón de voto en sí misma, hasta el punto de que los dirigentes de su partido que se jugarán el pellejo en mayo lo perciben como un lastre. Hoy, el PSOE solo se sostiene por la fuerza inercial de la sigla y, en algunos casos, la buena consideración de sus gobernantes autonómicos y locales, que tratan de vacunarse del efecto corrosivo de la jefatura nacional.
En la derecha, sometida a toda clase de convulsiones desde que perdió el poder, el panorama se ha estabilizado justo antes de la recta final. Ciudadanos se evaporó, transfiriendo íntegramente su capital electoral al PP. El Partido Popular salvó limpiamente su crisis interna y Feijóo parece asentado como alternativa verosímil a Sánchez. Como consecuencia de ello, Vox detuvo su progresión y ahora lucha por conservar la fuerza que obtuvo en 2019 y hacerse imprescindible en un futuro Gobierno de la derecha.
La primera prueba de todo ello vendrá en las elecciones de mayo. Sitúense mentalmente en el día después, porque ahí empieza la historia de ficción:
Lunes, 29 de mayo. El PSOE ha perdido varios gobiernos autonómicos y un buen puñado de alcaldías en las capitales y grandes ciudades. Unidas Podemos, carente de un liderazgo nacional que vertebre el espacio (Yolanda Díaz sobrevolará esa campaña como si no fuera con ella), se ha atomizado en muchas candidaturas, con el consiguiente desastre en las urnas. El mapa del poder territorial muestra una gran mancha azul, frecuentemente teñido de verde.
Cunde el pánico en la izquierda ante las elecciones generales. En el PSOE crece como la espuma la sensación de que hay que dar un golpe de timón que, quizá, deba afectar al liderazgo, secretamente señalado como el origen del batacazo. Pero nada puede hacerse sin la voluntad omnipotente del Gran Capataz. En el espacio a su izquierda, escarmentado de tanta escisión, todo empuja a una reunificación de emergencia bajo el paraguas protector que, ahora sí, ofrecerá Yolanda Díaz. Sumar no es una etiqueta elegida al azar.
En los últimos meses, se ha constatado que a Nadia Calviño le han crecido los colmillos, ha aprendido a hacer política y a fajarse eficazmente con la oposición (sin ir más lejos, en la sesión de control de este miércoles se llevó por delante en dos minutos a Espinosa de los Monteros, levantando entusiasmo en la mitad izquierda del hemiciclo, puesta en pie como hace mucho tiempo no consigue Pedro Sánchez; y luego superó con notable alto una entrevista con Alsina, a donde Pedro no se atreve a ir desde hace años).
¿Ha llegado el momento de abrir la botella de oxígeno de las emergencias? Algo está claro: si a Sánchez le ocurriera algo mañana y hubiera que improvisar una investidura, la candidata indiscutible sería su vicepresidenta primera. Quizás ella resultara ser también la fórmula salvadora para evitar una hecatombe en las generales, pero lo más probable es que nunca lleguemos a saberlo.
Pongámonos en el lugar de un ciudadano tibiamente progresista, harto de los excesos y los abusos de Sánchez y tentado de dar una oportunidad al moderado Feijóo. En esa frontera se están jugando centenares de miles de votos, que serán aún más después de mayo. En una elección binaria, en la que hubiera que optar por un Gobierno de coalición con Calviño y Yolanda frente a uno de Feijóo y Abascal, ¿qué sucedería en esa amplia zona del electorado templado? Lo menos que puede decirse de Calviño es que su carga tóxica es infinitamente inferior a la de Sánchez, y supera ampliamente a cualquiera en reputación de solvencia técnica y de gestión. Lo mismo vale para Yolanda Díaz en comparación con Iglesias. Resulta que, oh sorpresa, en esa hipótesis la imagen de renovación y cambio razonable vendría del oficialismo y no de la oposición.
En los últimos meses, a Nadia Calviño le han crecido los colmillos, ha aprendido a hacer política y a fajarse eficazmente con la oposición.
La campaña del PP, montada enteramente para activar la pulsión antisanchista, quedaría desarbolada de un solo golpe por la simple vía de hurtarle el objetivo hacia el que apunta toda su fusilería. En Génova tocaría recomponer la estrategia desde el principio. Un debate electoral entre Sánchez y Feijóo es (será) tediosamente previsible. Uno con Nadia Calviño obligaría al gallego a modificar todo su plan de entrenamiento, con resultado incierto.
Se dirá que Calviño ni siquiera es militante del PSOE. Tanto mejor para Sánchez, porque así no podría reclamar la jefatura partidaria junto al liderazgo electoral. Quienes dan por supuesto que Sánchez abandonará Ferraz cuando salga de la Moncloa —sea por voluntad propia o del electorado— desconocen la morfología del personaje. Tiene un mandato de cuatro años como secretario general y se ha ocupado de inutilizar todos los mecanismos internos que podrían moverle el sillón sin su consentimiento. En todo caso, él —y no otros— diseñará su propia sucesión.
Si esta historia de ficción se hiciera realidad, pueden pasar dos cosas: que Calviño gane, en cuyo caso estaríamos ante una hermosa bicefalia, o que pierda, lo que permitiría inmediatamente al secretario general reclamar su papel como líder de la oposición.
No, yo tampoco creo que las cosas vayan a suceder así. Como todo producto de laboratorio, el plan es demasiado perfecto para resistir el contacto con la realidad. Sobre todo, le falta el ingrediente esencial: la condición humana.