Dos lecciones para quienes ejercen el poder se desprenden de la tregua de ETA en 1998. La primera, que algunos políticos pueden tratar de perpetuarse negociando efímeras treguas con terroristas porque quienes ponen los muertos son siempre otros. Y la segunda, que, como apuntó Pilar Ruiz, «quien pacta con traidores se convierte en traidor».
Han pasado pocos años, apenas un instante en el devenir de esta vida nuestra, y parece que se ha olvidado todo, que las lecciones de aquellos acontecimientos se han diluido en los azarosos vaivenes de la política, en los silencios del ejercicio del poder.
Situémonos en el verano de 1998. Apenas habían transcurrido doce meses desde el asesinato de Miguel Ángel Blanco y «ETA estaba derrotada militarmente… (pero) se podía evitar su fracaso político», según le confiesa el dirigente sindical de ELA José Elorrieta a Sagrario Morán. En pocas fechas el resultado de un año de ocultas negociaciones entre nacionalistas se precipita. El 25 de junio, para dar el impulso final, la banda asesina a Manuel Zamarreño; y cuatro días más tarde el Partido Socialista, al evidenciarse la deslealtad de sus socios del PNV y EA, abandona el Gobierno Vasco, no sin que, entre sus filas, se alcen las voces de dirigentes como Eguiguren, Elorza o Huertas contra la decisión liderada por Nicolás Redondo. Sólo pasará un mes para que se reúna la dirección política de ETA con los comisionados de los partidos que quedan en el Gobierno y se perfilen los documentos que, en agosto, serán sellados para solemnizar el acuerdo. De ahí se derivarán el Pacto de Lizarra, con una declaración que preludia la secesión del País Vasco, y el comunicado en el que ETA anuncia el cese de sus atentados. Era el 16 de septiembre y, como aclara Rafa Díez Usabiaga, secretario general del sindicato LAB, «sólo cuando ETA percibe que el PNV y otros sectores… asumen un alto grado de responsabilidad y compromiso… (para) poner las bases de un nuevo escenario político, da la tregua».
Ese mismo día, al dirigente socialista alavés Fernando Buesa, a la sazón portavoz de su partido en el Parlamento Vasco, le fue retirado el servicio de escolta que le protegía de una amenaza cierta de ETA. El caso de mi hermano no era una excepción. Con una rapidez inusitada, el consejero de Interior Javier Balza había dado orden de suprimir la protección de casi todos los amenazados, en aplicación de una doctrina de seguridad que se basaba en la idea de que ya nadie sería objeto de un ataque terrorista. Por ello, desde aquel momento y hasta que algo más de un año después se rompiera la tregua, sólo catorce personas contaron con la protección de la Policía vasca: el lehendakari, el citado consejero y su viceconsejero de seguridad, el anterior ocupante de este último cargo, el diputado general de Álava, el alcalde de Vitoria, el presidente del Tribunal Superior de Justicia, el juez de vigilancia penitenciaria, los presidentes del PNV y del PP, los secretarios generales del PSE y UA, y un empresario que había sido víctima de un secuestro.
Esa misma doctrina de seguridad indujo la práctica supresión de las actividades antiterroristas de la Ertzaintza, al deshacerse las unidades que se habían especializado en este campo. Su justificación política no podía ser otra que la idea de que, desaparecido el terrorismo, ya no era necesario dedicar los recursos policiales a su persecución. Una idea falsa e hipócrita, pues los firmantes de Lizarra bien sabían que, en el documento suscrito con ETA, se especificaba que ésta mantenía «tanto las tareas de aprovisionamiento como el derecho a defenderse en caso de posibles enfrentamientos», y que la tregua, aunque «se presentará en público como indefinida, tendrá un primer plazo de cuatro meses». Se pagaba así el precio del apoyo de los representantes de ETA en el Parlamento Vasco a la investidura del lehendakari Ibarretxe.
En este ambiente de completa pasividad con respecto a las actividades terroristas, ETA encontró todas las facilidades para continuar amedrentando a la sociedad vasca. Y así, se sucedieron continuos ataques de terrorismo callejero —uno diario como promedio del período de tregua— ante la pasividad de las fuerzas policiales, pues los ertzainas tenían órdenes tajantes de no intervenir. Ello ocasionaría, además de unas pérdidas materiales valoradas en más de seis millones de euros, una creciente degradación moral de los gobernantes. Éstos, como señaló Fernando Buesa, en el que sería el último de sus discursos parlamentarios, se dedicaban «a retorcer el sentido de las palabras» para poder decir «que son solidarios con quienes sufren los ataques y agresiones» y, simultáneamente, «negarse a exigir a las bandas y grupos que los cometen su inmediato y definitivo cese».
Al mismo tiempo, los etarras preparaban nuevos atentados, pues eran conscientes de que su tregua iba a durar poco. Uno de ellos, Asier Carrera, declara que, en los últimos meses de 1998, los miembros de su grupo buscaban «información exhaustiva sobre personalidades de la vida política». Y añade que «fue así como conseguimos elaborar una muy completa… sobre Fernando Buesa,… y en él centramos toda la actividad del comando», llegando incluso a levantar «un croquis detallado sobre la zona donde podía llevarse a cabo el atentado contra él». Por el momento, el alto el fuego iba a demorar ese fatal destino. Pero no tardaría en reanudarse el terrorismo, pues el 28 de noviembre de 1999 ETA puso fin a la tregua. El consejero de Interior tardó unos días en asumirlo y en dar la orden de que se volviera a proteger a algunos de los amenazados. Y, así, el 10 de diciembre cuatro dirigentes del PSE, entre los que se encontraba mi hermano, empezaron a ser acompañados por un ertzaina. Tan exiguo dispositivo de seguridad respondía a una leve variación de la doctrina Balza, que seguía minusvalorando los riesgos y minimizando los recursos policiales, con lo que se ahorraba personal y medios materiales al no utilizarse vehículos blindados o sistemas de barrido de frecuencias, ni realizarse acciones de contravigilancia o estudiarse las rutinas y los itinerarios de las personas protegidas. No sorprende, por ello, que Carrera y sus dos compañeros acabaran realizando sus designios y el 22 de febrero de 2000 asesinaran, haciendo estallar un coche bomba a su paso, a Fernando Buesa y a Jorge Díez, que ese día le escoltaba.
El final de esta historia es sencillo: dos vidas truncadas, dos familias destrozadas; y la impostura enseñoreándose una vez más de la política vasca. Y también son simples las dos lecciones que se desprenden de ella. Ambas conciernen a quienes ejercen el poder y, por ello, conviene recordarlas en estos días en los que de nuevo nos atenaza el delirio de quienes, esta vez desde las filas del socialismo, quieren ocupar una línea en el relato de la Historia, llegando a ella por el atajo de una pacificación engañosa que siempre ha acabado por dar un nuevo aliento a ETA. La primera nos dice que algunos políticos pueden tratar de perpetuarse negociando efímeras treguas con terroristas porque quienes ponen los muertos son siempre otros: una esposa, una madre, unos hijos, unos hermanos. Y la segunda nos recuerda que, como apuntó no hace mucho Pilar Ruiz, «quien pacta con traidores se convierte en traidor». Los que hemos sido víctimas del terrorismo nunca daremos nuestro reconocimiento a esos traidores sobrevenidos y, frente a ellos, exigiremos la memoria para que no se olvide que ninguna razón política justifica los crímenes que se han cometido, y reclamaremos la justicia para que ninguno de esos delitos quede impune.
Mikel Buesa es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid.
Mikel Buesa, ABC, 11/5/2005