Ramón Pérez-Maura, ABC 05/01/13
Como todo gran personaje de la Historia universal, quienes no pueden minar la grandeza de la obra del Rey buscan cuestiones ancilares con las que socavar lo trascendente del Reinado».
Tres cuartos de siglo de vida es un tiempo más que suficiente para rendir cuentas ante los conciudadanos y ante la Historia. El Juan Carlos «el Breve» del que habló Santiago Carrillo ha cumplido 37 años en el Trono, más de los que ocupó la jefatura del Estado el Francisco Franco al que Carrillo dedicó su vida a combatir —legítimamente. Ahora es muy fácil confundir las circunstancias de aquel 20 de noviembre de 1975. Para los españoles que votaron por primera vez en las legislativas de 2011, Franco es un ser tan anacrónico como lo era Alfonso XIII para los que nacimos en la década de 1960. Para ellos, y con ellos para muchos otros, el Rey forma parte del paisaje.
Hablar de la delicada operación de desmontaje de la dictadura franquista desde dentro del sistema, explicar cómo había que seducir a las democracias occidentales para que creyesen que el heredero de Franco debía recibir su respaldo, imaginar lo que la izquierda española opinaba el 5 de enero de 1976 que había que hacer con aquel joven Rey que ese día cumplía 38 años es algo que muchos han optado por preterir en su memoria. Pero a partir de ahí, con gobiernos de uno y otro signo, España fue ascendiendo en el escalafón del respeto internacional. En el Gobierno de Felipe González el Rey recibió en el Palacio Real de Madrid el 30 de octubre de 1991 a delegaciones de árabes e israelíes para que por primera vez se sentasen a intentar negociar una paz todavía hoy esquiva. En el Gobierno de José María Aznar el Rey invitó a Bill Clinton a pasear en el Fortuna para hacer de introductor con su nuevo presidente del Gobierno. En la Presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero, cuando éste tenía vedadas las puertas de la Casa Blanca, el Rey fue al rancho de George W. Bush en Texas para intentar atemperar los desplantes del jefe de su Gobierno. Los ejemplos son muchos y parece superfluo prolongar la enumeración.
Como todo gran personaje de la Historia universal, quienes no pueden minar la grandeza de su obra buscan otras cuestiones ancilares con las que procuran socavar la parte verdaderamente trascendente del Reinado más fructífero desde Carlos III —cuando menos. Como todos los Reyes de nuestra historia, Don Juan Carlos tiene una vida privada. Y a diferencia de casi todos sus antecesores, a él se le quieren pedir cuentas por esa vida privada que no es relevante en su actuación como jefe del Estado.
Qué decir de los problemas, graves, derivados del matrimonio de la Infanta Doña Cristina. El Rey ha demostrado a lo largo del último año su voluntad de ser, antes que padre, Monarca constitucional. Algo que muy pocos padres serían capaces de hacer. Muchos de quienes han acudido a hacer sangre de una actuación en la que los indicios delictivos son evidentes harían bien en recordar el entusiasmo colectivo derivado del matrimonio de las Infantas con ciudadanos del común, destinados a ganarse la vida por sí mismos. Está muy bien querer evitar una Familia Real «ampliada» como la británica a la que tener que mantener con cargo al presupuesto. Pero un Infante de España lo es hasta la muerte y el matrimonio con quien puede aprovecharse de la condición regia de su consorte es un riesgo cuyas consecuencias estamos comprobando. Una demostración indiscutible de la madurez de la democracia asentada bajo el Reinado de Don Juan Carlos es el grado de crítica al Rey que se ha dado y se da en los medios de comunicación. Se relega la información referida a la actividad del Rey, sus audiencias, sus visitas de trabajo, las gestiones —de enorme éxito— que realiza para conseguir grandes contratos para empresas españolas allende nuestras fronteras, pero se da categoría de hecho político relevante a las cuestiones ya mencionadas que en los libros de historia apenas ocuparán unas líneas –si es que llegan a hacerlo. Y con esos ingredientes en la sartén, se procede a mediciones demoscópicas que garantizan resultados menguantes.
Me gustaría ver con qué argumento teórico puede explicarnos un sociólogo que se pueden aplicar los mismos criterios demoscópicos a la ministra de Sanidad, que está sometida al juicio de las urnas, que al Rey, que tiene el refrendo constitucional, pero no el electoral. Mas lo cierto es que Juan Carlos I ha demostrado su capacidad de afrontar incluso ese tipo de sufragio sociológico. Quienes han buscado cuestionar su ingente obra se encuentran con que su popularidad sigue siendo infinitamente superior a la de cualquier servidor público. Y no digamos si cualquiera de ellos hubiera pasado en el último año por las tribulaciones del Rey. Quizá una de las grandes diferencias entre el Monarca y esos otros servidores públicos haya sido su capacidad de pedir perdón. Confieso que albergo dudas de que hubiera verdaderas razones por las que tuviera que pedirlo e intuyo que los consejeros que, con lealtad, le animaron a manifestar su solicitud de gracia, buscaban una solución a corto plazo que ha sido efectiva. No estoy seguro de que a largo plazo sea tan positiva, porque cuando un hecho aparentemente comprometido puede justificarse es mejor hacerlo que huir por la vía más expeditiva y fácil.
La Monarquía parlamentaria es un sistema fácil de atacar. Gusta decir el académico francés Jean d’Ormesson, premio Luca de Tena 2002, que «las tradiciones no sacan ningún provecho de que las expliquen demasiado bien». La Monarquía se funda en la tradición, pero bajo Juan Carlos I se ha convertido, por encima de todo, en una herramienta contemporánea, extremadamente eficaz para el pueblo español. La hoja de vida de nuestro Rey está repleta de éxitos personales que los son de España y de éxitos de España que lo son en buena medida suyos. Quienes quieren tapar eso intentan llevar la atención a otros lugares, pero el puesto de honor de Juan Carlos I, Rey de España, en la Historia está más que garantizado.
Ramón Pérez-Maura, ABC 05/01/13