Ignacio Camacho-ABC

  • Lambán ha muerto con el barrunto íntimo de que el proyecto constitucional va camino de derivar en modelo fallido

Tenía Javier Lambán una idea cierta, que no es lo mismo que una cierta idea, de España. Viniendo como venía de un anarquismo juvenil remansado en socialdemocracia tras un encuentro con Felipe González de características casi epifánicas, esa idea sólo podía ser la de una nación solidaria, una comunidad de iguales donde los derechos y el Derecho funcionaran como base de la cohesión ciudadana. Su estructura mental y emocional era de izquierdas, claro, pero de una izquierda patriótica capaz de poner a su país por delante de su propia opción partidaria, abierta a los consensos de Estado y sobre todo respetuosa con las instituciones y las reglas de convivencia política normalizada. Una izquierda que nunca negaría el principio de alternancia ni usaría el poder para dividir la sociedad en facciones enfrentadas.

Ese español honorable, aragonés de casta diría Miguel Hernández, ha tenido que morirse para merecer los elogios de los actuales dirigentes de su partido. Tampoco excesivos, lo justo para cumplir el compromiso de despedir a un compañero fastidioso sin que se note demasiado el alivio. La leal honestidad de Lambán, consecuente hasta el final con su pensamiento crítico, desnudaba al sanchismo de sus disfraces propagandísticos sin que nadie lo pudiera acusar de desviacionismo, esa coartada leninista de los ‘aparatchiks’ acomodaticios. Y su solidez intelectual desarmaba a los arribistas acostumbrados a medrar falsificando currículos.

Pero más allá de la deriva interna del proyecto socialista, lo que le preocupaba hasta el dolor moral era el barrunto de que el modelo constitucional se esté empezando a convertir en una experiencia fallida. Por su formación de historiador y su amplia trayectoria de gobernante –en un ayuntamiento, una diputación y una autonomía– conocía de primera mano el riesgo de entregar al nacionalismo separatista la iniciativa y el control de las principales decisiones de repercusión colectiva. Sabía lo que eso significa en términos de enajenación de soberanía: la renuncia del Estado al ejercicio de su autoridad legítima y la progresiva deconstrucción del sistema de garantías que protege la igualdad de los ciudadanos al margen del territorio en que vivan.

Ése es el verdadero hecho clave del escenario español, muy por encima del sectarismo o de la incompetencia del Gobierno. De un lado, el proceso de desmantelamiento de los mecanismos de solidaridad en el falso nombre de un sedicente progreso; de otro, la generación deliberada de un clima civil de enfrentamiento sin otro objetivo que la conservación del poder por cualquier método y a cualquier precio. Lambán era consciente de que cualquiera de sus enfermedades –diabetes, esclerosis y cáncer– lo iba a matar en poco tiempo. Pero siempre consideró que su deber como auténtico progresista le impedía resignarse a contemplar la quiebra de sus ideales en silencio.