Luis Ventoso-El Debate
  • En esta implosión final del sanchismo estamos viendo situaciones que creíamos reservadas para los astracanes de Santiago Segura

A veces no existe mejor retrato de una época que el que ofrecen algunas esclarecedoras novelas, piezas teatrales y películas. Valle-Inclán, recurriendo al dolorido sarcasmo de la mirada deformada del esperpento, nos hace masticar en Luces de bohemia las carencias de la España de la Restauración. El clima de la posguerra española está perfectamente descrito en el fresco de La Colmena de Cela. Las primeras películas de Garci, aunque han envejecido regular, te hacen respirar el estado de ánimo de los españoles de la Transición. Los astracanes de Torrente, de Santiago Segura, muestran la faz sórdida de una España nuevo-rica, pero que no se ha sacudido todavía del todo el pelo de la dehesa y su veta pícara ancestral.

Cuando vimos las dos primeras entregas de Torrente nos reímos con sus delirios chabacanos, pero las consideramos unas comedias histriónicas un tanto alejadas de la España moderna. Nos equivocamos. Un engreído político alérgico a la verdad, que llegó al poder en 2018 con malas artes y los peores compinches, ha conseguido que los arquetipos del torrentismo transiten vivísimos por la moqueta pública.

Trabajar de periodista en esta etapa de degradación es ameno. Cada día el poder «progresista» te sorprende con una barrabasada que supera a la anterior. Pero también resulta deprimente, por la degradación del sistema de derechos y libertades y la abulia al respecto de buena parte del gran público. La acumulación de tropelías es tal que se ha generado cierta coraza de apatía, un resignado encogimiento de hombros, un «bueno, otra más, ¿y..?».

Vivimos en una película de Torrente. La compuesta vicepresidenta económica, que ahora se está forrando con un cargazo en Bruselas, confiesa en una pomposa autobiografía que presionó para manipular las estadísticas de crecimiento e inflación (de hecho acabó forzando la marcha del responsable del INE que se resistió al amaño). La folclórica comunista del Ministerio de Trabajo truca los datos del paro con un zafio apaño semántico. La presidenta de Airef, organismo que vela por la solvencia de las cuentas públicas, pide amparo al Congreso desesperada, porque el Gobierno la presiona para que no estudie el estado real de las pensiones.

El presidente no tiene escrúpulo alguno en ofrecer un mitin junto a un candidato regional que está procesado por enchufar con un cargo público al hermano del mandatario, un músico un poco friki que no acababa de encontrar trabajo tras ocho años en Rusia. Además, se sabe que el melómano vivió unos meses escondido por su hermano en la Moncloa mientras fingía ser residente en Portugal para tributar allí a la baja. Pero no pasa nada y, por supuesto, la Hacienda que nos fiscaliza a todos con una rapacidad casi inconstitucional –o sin casi– no investiga este caso flagrante de evasión.

El hombre fuerte que llevó al presidente al poder, nacido en una localidad que casualmente se llama Torrente, mintió a diestro y siniestro, era un golfo de pulsión putañera compulsiva, cobraba mordidas de obras públicas y le piden 20 años de cárcel. El maletero de la campaña de las primarias del hoy presidente era un grandullón que había sido portero de un puticlub y cortador de troncos. Movía fajos de billetes a granel y llamaba en plano de igualdad a dos presidentes autonómicos del PSOE para que le ayudasen con sus chanchullos.

Al fiscal general, otro personaje nítidamente torrentiano, incluso en su porte, lo han condenado por un caso de guerra sucia contra una rival política del presidente.

La mujer del mandatario, la pichona a la que dirigió en su día una carta de amor con copia a la nación, logró ser catedrática extraordinaria de la primera universidad de España sin título y con varias multinacionales peleándose por darle fondos por la cara. Además, una funcionaria de Moncloa que pagamos todos la ayudaba en sus negocietes particulares.

El secretario de organización que acaba de salir de la cárcel tenía a sus servicios a una militante que se dedicaba a buscar munición en las cloacas para desacreditar a la policía y los jueces que investigaban a la mujer del presidente.

El presidente que hizo posible todo este cúmulo de lixiviados está ya en precampaña electoral, disfrazado a sus 53 tacos de joven de camiseta ceñida y chupita vaquera y recomendando discos en la radio pública. Mientras tanto, un expresidente que defiende a la narcodictadura venezolana y se llena el bolsillo como lobista de los regímenes más tétricos del planeta proclama que España «vive el mejor momento de su historia».

Esto no da más de sí.