Kepa Aulestia-El Correo

La intervención del lehendakari, ni era la que más deseaban los secesionistas -siempre a la espera de una mediación internacional-, ni era del agrado de los más convencidos de la unilateralidad

El testimonio de Iñigo Urkullu en el juicio contra doce dirigentes secesionistas catalanes acusados de rebelión y otros delitos confirmó que, una vez al borde de la declaración unilateral de independencia el 26 de octubre de 2017, el entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, no pudo atender las indicaciones del propio lehendakari para convocar elecciones autonómicas y evitar el paso en falso que condujo a la aplicación del 155. Se le había rebelado la calle, dijo Urkullu. Pero ni fue una multitud la que se acercó al Palau de la Generalitat gritando consignas contra una supuesta traición, ni fue un movimiento espontáneo.

El factor determinante de que Puigdemont renunciara finalmente a seguir las recomendaciones del ‘intercesor’ estuvo en la firme oposición de Oriol Junqueras y de Marta Rovira; en su insistencia, salida de tono, de proseguir en la unilateralidad. La autoridad del hoy vecino de Waterloo no era suficiente para frenar en el último momento una dinámica que él mismo había fomentado en las semanas anteriores, desoyendo al Tribunal Constitucional, al Consejo de Garantías Estatuarias y al Letrado Mayor del Parlamento autonómico, como recordó también Urkullu ante la Sala Segunda del Supremo. El amago del 10 de octubre, asumiendo el mandato independentista de la consulta ilegal del 1-O y dejándolo en suspenso para dar margen al diálogo, no sirvió para aminorar la marcha, sino que despertó los recelos de los más entusiastas de la ruptura.

Tras la DUI del 27 de octubre, Junqueras y Puigdemont intercambiaron sus papeles. El primero y su partido comenzaron a mostrarse conscientes de que el independentismo no contaba con el apoyo suficiente en la sociedad catalana como para haber forzado las cosas, mientras el segundo llegó a idear en su autoexilio belga un estamento para asegurar que el independentismo mantuviera el pulso hasta el final. Pero no hay razones para concluir que ese intercambio de papeles sea definitivo. Y que, por poner un ejemplo, mañana Junqueras estará más cerca de atender los consejos de Urkullu.

Hizo bien el lehendakari en emplear el vocablo intercesión, puesto que la intermediación presupone que las partes en litigio dejan en manos que quien acepta el desempeño de esa tarea la potestad de formular soluciones, disponiéndose a atenderlas de manera positiva. Aunque Urkullu mostró su decepción por la actitud renuente con que Rajoy afrontaba la eventualidad de un diálogo ‘intermediado’, es lógico pensar que el lehendakari se vio especialmente contrariado por la actuación final de quien le había pedido interceder. Es sabido que la mediación constituye un recurso táctico por parte de quien la solicita, para ganar tiempo y dotarse de argumentos añadidos, cuando los términos en que se ha formulado el conflicto imposibilitan su solución.

En el caso descrito la intercesión resultaba imposible, porque ni Rajoy podía disponer de la Constitución y la Ley para una eventual negociación, ni Puigdemont podía disponer de la voluntad difusa y, a la vez, encendida del independentismo. Pero también porque la intercesión del lehendakari, ni era la que más deseaban los secesionistas -siempre a la espera de una mediación internacional-, ni podía ser del agrado de los más convencidos de la unilateralidad.

La intercesión del presidente de Euskadi entre la Generalitat gobernada por el independentismo y cualquier Ejecutivo central plantea tres inconvenientes de fondo para la parte catalana. En primer lugar, el lehendakari no puede desprenderse de su condición de autoridad del Estado constitucional, cuando el secesionismo reclama hacer tabla rasa del marco jurídico-político vigente. En segundo lugar, el independentismo gobernante en Cataluña es consciente de que el nacionalismo gobernante en el País Vasco tiene intereses contrapuestos a los suyos; puesto que todo alejamiento de la Generalitat respecto a Madrid amplía las posibilidades del Ejecutivo de Vitoria para hacerse valer en el marco constitucional. En tercer lugar, porque la prédica de un ‘catalanismo a la vasca’ -aunque sea a título de intercesión- incomoda sobremanera a quienes añoran su propio oasis en tiempos de Pujol, pero saben que no pueden regresar ya a esos momentos, mientras el nacionalismo vasco se jacta de haber construido un oasis tras la violencia.