El debate de investidura es uno de los debates fundamentales de la legislatura, de hecho es el que la pone en marcha, pues es en ese debate que se designa al presidente del Gobierno. No cambian las cosas aunque la investidura de Alberto Núñez Feijóo haya resultado fallida. También lo fue, y por dos veces, la del candidato Pedro Sánchez en sendos debates de investidura –años 2016 y 2019–, y el mundo no se hundió. Aquí seguimos.
El debate de investidura nos permite, además, comprender bien que el Parlamento es el templo de la democracia, que la liturgia es fundamental y que las formas hacen también el fondo y han de ser siempre respetadas, so capa de que ese Parlamento entre en un descrédito irreversible.
Por eso que no se entiende que la réplica al candidato Feijóo no corriera a cargo del presidente en funciones, sino de Óscar Puente, un parlamentario desconocido para la inmensa mayoría de los españoles. Es sencillamente incomprensible e insólito que sucediera el martes por la tarde eso, por más que alguien lo pretenda explicar. Una sorpresa en toda regla. De la intervención del Sr. Puente, pasados los días y las semanas, no quedará en la retina de los espectadores lo que dijo, y sí los decibelios y el ruido con que lo dijo. Que alguien tan poco respetuoso con los usos institucionales como Pablo Iglesias lo definiera como “macarra”; que Enrique Santiago, interviniendo en el turno de esa sopa de siglas que es Sumar, se viera obligado a pedir perdón. no sólo a la Cámara sino a los españoles. por el debate propio de un bar, dan medida de lo que supuso esa intervención.
Son normas estrictamente constitucionales, donde el Rey propone un candidato a la presidencia del Gobierno y éste expone ante el Congreso el programa político del Gobierno que pretende formar y solicita la confianza de la Cámara
En efecto, una forma de ningunear al candidato, y de denigrar no sólo al Parlamento, también al conjunto de los españoles, que esperábamos –como sucedió siempre en cualquier debate de investidura– que el presidente en funciones replicara el discurso de investidura del candidato. Al cabo, son normas estrictamente constitucionales, donde el Rey propone un candidato a la presidencia del Gobierno y éste expone ante el Congreso el programa político del Gobierno que pretende formar y solicita la confianza de la Cámara. Si el presidente Sánchez intervino hace meses en la moción de censura promovida por Vox con Ramón Tamames como candidato –y aquello sí tenía el aire de una farsa–, con cuánta mayor razón era su obligación intervenir el martes pasado.
El riesgo inconcebible de entregar el Gobierno de la nación a manos de la decisión de un prófugo de la justicia y golpista, como es Puigdemont
Tal vez la decisión de Pedro Sánchez de dejar su obligación en manos del Sr. Puente hizo un favor al propio candidato. Hombre sereno, buen parlamentario, ajeno al griterío de otros portavoces, hábil en las réplicas, se ganó los galones de líder de la oposición. Y planteó –ya en su intervención inicial y luego singularmente en las réplicas a los portavoces de ERC y de Junts– el fondo de la cuestión que se viene debatiendo en España desde el 23 de julio. El riesgo inconcebible de entregar el Gobierno de la nación a manos de la decisión de un prófugo de la justicia y golpista, como es el Sr. Puigdemont. No habría grandeza de ninguna clase en ese acto; tan sólo siete votos necesarios para la investidura del Sr. Sánchez.
Y todo a cambio no ya de una amnistía, que condenaría por sí sola a la propia Transición. Que también sería una autoamnistía, la que reclaman quienes quieren concedérsela a sí mismos. Pero no solo es esa barbaridad: lo que los independentistas catalanes reclaman esa amnistía como mero primer paso para la rehabilitación del 1 de octubre de 2017 y celebración de un referéndum de independencia. Es a lo que van. En suma, la ruptura absoluta del pacto constitucional. No ya porque tantos y tantos constitucionalistas lo hayan dicho. Es el propio Gobierno, el propio Sr. Sánchez quien lo decía de forma incesante hasta el 23 de julio. No puede ser que lo que era inconstitucional hace dos meses, ahora pase a ser lo contrario por la necesidad de siete votos. Eso es más que un cambio de opinión, supone echar a la papelera los supuestos principios políticos que guiaron las intervenciones públicas del propio Sr. Sánchez hasta las elecciones generales del 23 de julio.
De manera que esa amnistía –borrar el delito– supone un acto fuera de la ley, que a todos nos arrastra. Porque fuera del estado de derecho y del imperio de la ley, sería lo arbitrario que se impondría. Y la matraca independentista proseguiría intacta, en busca de su referéndum de independencia. Sí, prometen que lo volverán a hacer y además en un diapasón de declaraciones enloquecidas.
Su incapacidad para entenderse con el PP, primer partido en sede parlamentaria, con más de ocho millones de votos, conducirá a una legislatura yerta, donde ninguna reforma será posible
A partir del viernes, todos los focos estarán sobre el presidente en funciones. Y sólo él, en un PSOE crecientemente cesarista, será el que tome la decisión. Se antoja tal atentado contra el sentido común más elemental que únicamente cabe esperar que no siga por ese camino literalmente a ninguna parte más allá de agrandar la discordia entre la ciudadanía; no se puede ceder a ese chantaje. Que entienda que España no se puede construir en pactos con quien quiere destruir nuestro sistema democrático, a base de acordar con los peores –Bildu, ERC, Junts y ese maremágnum que responde al nombre de Sumar–. Que así no progresan los países, al contrario, se hacen más débiles y peores. Que su incapacidad para entenderse con el PP, primer partido en sede parlamentaria, con más de ocho millones de votos, conducirá, si toma opción por ese pacto deplorable, a una legislatura yerta, donde ninguna reforma será posible.
Que, a estas alturas, es obligado decir no a los independentistas catalanes, auténticos carlistas e integristas propios de nuestro funesto siglo XIX, y repetir elecciones.