Rebeca Argudo-ABC
- Los procedimientos democráticos son para ellos, ya ni disimulan, un engorro
Estamos asistiendo estos días a un espectáculo tan desdichado que, de contar con el tiempo suficiente (factor imprescindible en el algoritmo que Woody Allen ponía en boca de Alan Alda en ‘Delitos y faltas’) daría lugar, sin duda, a una gran comedia. Pero, digo, nos falta el tiempo. Así que nos quedamos chapoteando solo en la tragedia y confiando en que, algún día, llegue el vodevil. De momento, lo que no podrá negar nadie es que a la izquierda institucional, actriz principal del sainete, se le ha acabado viendo, por si quedaba alguna duda bajo las transparencias, el color de la ropa interior. Como a esa amiga beoda que sale del baño del bar a las tres con la falda enganchada por detrás haciendo eses, sintiéndose sexy. Solo que en lugar de la falda, a esta izquierda lo que se le ha levantado es la máscara democrática.
Y es que los procedimientos democráticos son para ellos, ahora que ya ni disimulan, un engorro, un puro trámite a pasar que bien podrían ahorrarse para llegar más rápidamente, sin dar cuentas (qué falta hace) de los probos motivos por los que el bien (el común) es el que ellos deciden y no otro. Y punto. Es lo que ocurre con aquellos que el historiador Emilio Gentile define como «los demócratas sin ideal democrático» y que son, hoy en día, el verdadero peligro para el Estado de derecho y las democracias occidentales. No el fascismo, por mucho que griten que ya viene entre aspavientos y golpes de pecho: el peligro real son los que se sirven de los mecanismos de la propia democracia para acceder al poder pero luego no se compromete con sus principios y valores. Es un medio y no un fin.
Y esta izquierda es hoy un peligro, por antidemócrata precisamente. Lo han demostrado apoyando rápidamente a un narcodictador ante la tramoya apenas enmascarada de unas elecciones libres (ni Juan Carlos Monedero se lo cree) y, simultáneamente, movilizando aquí a todo el aparato del Estado para defender los intereses personales del conglomerado familiar de Pedro Sánchez, presidente y marido. Lo mismo les da que, en el camino, se quede la credibilidad y el buen nombre de nuestras instituciones y poco más les importa que escale la represión de un pueblo que se defiende. Ese pueblo, precisamente, al que dicen representar. Uno al que dejan de lado para articular la explicación, lo más sofisticada posible, que justifique el hecho incontestable de que en realidad les importa, él y su voluntad, exactamente un colín.
Decía un amigo hace unos días que defender hoy la democracia ante esta izquierda hegemónica (y sin ideal democrático) es como «amar el fútbol y defender su reglamento mientras recibes patadas en la boca y el árbitro no dice nada». Aquello que decían los cursis del tablero inclinado se les queda ya corto. Antes, al menos, disimulaban. Pero ahora han desvinculado sin complejos el ideal democrático de su método. Y así es como la mayoría puede legitimar un gobierno antidemocrático. Y, si no lo hace, siempre podrán afirmar que lo hizo (lo estamos viendo). Pero al menos no gobierna la derecha.