José María Múgica-Vozpópuli
  • PSOE ha optado por su alianza con los peores del panorama político: el populismo de extrema izquierda de un partido hoy irreversiblemente en crisis, como es Unidas Podemos; y los nacionalismos supremacistas que erosionan la acción del Estado y de la Nación

Estamos asistiendo en Europa a procesos electorales en que los ciudadanos optan por derechas duras, y donde la izquierda democrática pierde claramente su posición. Lo vimos en Francia, tanto en las presidenciales de abril –en que pasó a segunda vuelta la ultraderechista Marine Le Pen – como en las legislativas de junio, en que el segundo partido de la Asamblea Nacional fue la Agrupación Nacional de la Sra. Le Pen. En ambos casos, el histórico partido socialista creado por Mitterrand en 1971 se hundió: el 1,7% de los votos en la primera vuelta de las presidenciales y la deriva hacia la extrema izquierda de Mélenchon en las legislativas subsiguientes. Un panorama calcinado.

Hace un par de semanas, se reprodujo la situación en las elecciones suecas. La derecha, liderada por Demócratas Suecos –partido de tintes claramente xenófobos–, superó a la izquierda que había venido gobernando en Suecia con la socialdemocracia al frente.

El pasado domingo, en Italia, la derecha dura de Meloni, Salvini y Berlusconi obtuvo una clara mayoría frente a la izquierda liderada por el Partido Democrático. Se califica como neofascismo que sea la derecha de Giorgia Meloni, los “Hermanos de Italia”, quien encabeza esa coalición de derechas ganadora. Tengo para mí que a base de adjetivar las posiciones políticas con adjetivos de tales connotaciones, podemos estar en el camino de frivolizar el concepto, privándolo de una significación amenazante para los ciudadanos que optan por esas opciones, en países determinantes de la Unión Europea. Porque el fascismo italiano de Benito Mussolini tiene un elemento esencial, que es la violencia.

Antonio Scurati lo narró maravillosamente en su novela M. El hijo del siglo, que describe las andanzas de Mussolini desde que creó en 1919 su movimiento fascista hasta la marcha sobre Roma, va a hacer ahora cien años, que le llevó al poder y aún un poco más allá, hasta el asesinato del líder socialista Matteotti en 1924 y la configuración formal de Italia como una dictadura fascista. Es la violencia el alfa y el omega de ese movimiento detestable y odioso donde los haya. Una violencia ciega y asesina, permanente, practicada con toda brutalidad por sus combatientes squadristi –las milicias fascistas–. Nada de eso hemos visto en la Italia ganada electoralmente por Meloni, Salvini y Berlusconi. Nos asustarán otras cosas de ellos, su euroescepticismo, su xenofobia, sus amistades con el autócrata Putin. Sabemos también que tenemos a Mattarella de presidente y a la propia Unión Europea para equilibrar los desequilibrios en que tengan intención de incurrir desde el gobierno. Pero no, la violencia no forma parte, ni estructural ni secundariamente, de cada uno de esos movimientos políticos de la derecha italiana.

La izquierda puede reflexionar sobre las adjetivaciones que utiliza. Seguramente son el signo de su propia desorientación. Cierto que en cada país, las condiciones políticas específicas son intransferibles. En España creo que se encuentran entre las peores para soportar un avance de la derecha, aquí afortunadamente liderado por un partido conservador como es el Partido Popular, al cual resulta idiota colocarle etiquetas ultras.

El gobierno, liderado por el PSOE, ha optado por su alianza con los peores del panorama político: el populismo de extrema izquierda de un partido hoy irreversiblemente en crisis, como es Unidas Podemos; y los nacionalismos supremacistas que erosionan la acción del Estado y de la Nación, llámese en Cataluña ERC, además de sabotear los derechos cívicos elementales de los individuos en materias clave como el derecho a estudiar en castellano; o, los legatarios del terrorismo en País Vasco, Bildu por nombre. Con una consecuencia común en ambas comunidades, como es el declive económico y el envejecimiento demográfico tanto de Cataluña como del País Vasco. Y lo peor, siendo ya esa alianza de extraordinaria gravedad, es que el PSOE ha optado por imposibilitar una forma alternativa a la izquierda que permita gobernar de otro modo, de forma que nos dirigimos a las elecciones –primero municipales y regionales, luego generales– en una marcha sin solución alternativa de ninguna clase a lo que ahora tenemos.

Agravada por el mantra de denominar a esa alianza como “progresista”, cuando lo cierto es que es profundamente regresiva. Pues ha olvidado que la democracia se funda sobre el concepto fundamental de ciudadanía, en la que todos se encuentran en igualdad de derechos y obligaciones. Ha olvidado que la Constitución de 1978 es la casa común de todos los españoles –un “acta de paz”, como la define Alfonso Guerra–, yéndose a aliar con los debeladores e impugnadores de esa Constitución que nos hace ciudadanos libres e iguales; y, olvidando ese decisivo concepto de ciudadanía, se subordinan a las políticas identitarias, tales como el ecologismo, ideología de género, animalismo o lo que sea menester. Ideologías identitarias que nacieron preferentemente en determinados campus universitarios de Estados Unidos, que condujeron a una dramática desorientación del Partido Demócrata con la consecuencia de encumbrar a la presidencia de aquella nación al siniestro Donald Trump. Que no se nos olvide. En definitiva, como ya definió acertadamente José Félix Ovejero, realmente se trata de “la deriva reaccionaria de la izquierda». O de cómo la izquierda decide sabotearse a sí misma y en una jauría desquiciada, hacer el juego a la derecha.

Es así que aparece con claridad la necesidad de la izquierda democrática de reinventarse, de hacerse reconocible, después de una larga temporada en la que se optó por lo contrario; de romper con el populismo de extrema izquierda y con el supremacismo nacionalista. Porque esa izquierda democrática es necesaria en España, como lo es la derecha democrática. No podemos renunciar al legado de ambas, instaurado de forma decisiva desde el comienzo de la Transición democrática en nuestro país, hace más de cuarenta años.