La llamada a consultas del embajador venezolano en España y la convocatoria del embajador español en Caracas, en reacción a las declaraciones de Margarita Robles en las que calificó de «dictadura» al régimen chavista, confirman que la política exterior no debe ser utilizada jamás como elemento de confrontación interna.
Los hechos que han conducido a esta nueva crisis diplomática son los siguientes.
Cuando el Congreso pidió este miércoles al Gobierno reconocer la legítima victoria en las elecciones venezolanas del pasado 28 de julio del candidato opositor Edmundo González, la Asamblea Nacional de Venezuela respondió instando a Nicolás Maduro a «romper las relaciones diplomáticas, consulares, económicas y comerciales» con España.
La llamada a consultas del embajador venezolano y la convocatoria del embajador español en Caracas son la respuesta de Maduro a esa petición de la Asamblea.
Patxi López reaccionó a ambos hechos culpando al PP, del que dijo que «creyendo que atacaba al gobierno progresista, lo que ha hecho ha sido atacar a todas las empresas que tienen relaciones comerciales y negocios en Venezuela».
Horas después, la ministra de Defensa, Margarita Robles, calificó al régimen chavista de «dictadura» y le acusó de «perseguir y limitar» los derechos fundamentales en el país.
Este editorial quiere recordar dos hechos evidentes.
El primero es que reconocer la victoria de la oposición democrática frente a un régimen tiránico como el de Venezuela no es «atacar a las empresas españolas».
El segundo es que el gobierno de Nicolás Maduro es, en efecto, una dictadura que viola a diario los derechos fundamentales de los venezolanos.
A partir de aquí, y más allá de la gestión de los tiempos diplomáticos, que en este caso le corresponde al Gobierno, lo que es obvio es que la política exterior española no debería ser nunca motivo de confrontación entre el Ejecutivo y la oposición.
En primer lugar, porque dinamita el peso y la influencia de nuestro país en el exterior.
En segundo lugar, porque así como PP y PSOE pueden tener posturas diferentes, e incluso radicalmente distintas, en asuntos como el de Venezuela, los gobiernos extranjeros, y más si estamos hablando de un régimen dictatorial como el de Maduro, no distinguen entre PP y PSOE, a los que ven, correctamente por otro lado, como representantes del Estado español, no como «izquierda» o «derecha».
Más allá de esa consideración, EL ESPAÑOL le pide al Gobierno una mínima unidad de acción y de discurso tanto en materia de política interior como exterior.
Que el ministro de Exteriores, José Manuel Albares, se negará a calificar de dictadura al régimen venezolano pocas horas después de que así lo hiciera Margarita Robles, y que intentara escabullirse del embrollo pidiendo al PP que condene a Franco, demuestra que el Gobierno carece de un relato coherente respecto a Venezuela capaz de ser esgrimido al mismo tiempo frente a la UE, frente a sus socios de gobierno, frente a la oposición, frente a los medios y frente a los ciudadanos españoles.
Pero esas contradicciones y equilibrios políticos y morales no deberían en ningún caso perjudicar la posición internacional de España. Porque eso sí podría acabar afectando a las empresas españoles. Y no sólo en Venezuela, sino en todo el mundo.