Una legislatura fallida

MIKEL BUESA – LIBERTAD DIGITAL – 24/06/17

Mikel Buesa
Mikel Buesa

· Lo que nos espera es la mediocridad de una legislatura fallida que, paradójicamente, debido a la inanidad de la izquierda, podría alargarse de manera desesperante.

Si las cosas empezaron mal, con una investidura al segundo intento, fruto en buena medida del desencadenamiento de una crisis brutal en el partido socialista, la resolución de esta última ha vuelto a plantear la enorme dificultad con la que el PP abordó la responsabilidad de volver a gobernar España. Digámoslo con claridad: el país se enfrenta a severos problemas que un Gobierno minoritario, al cual las dos principales fuerzas de oposición, en su pugna por la hegemonía de la izquierda, someten a una sistemática acción de bloqueo, difícilmente va a poder resolver. Es cierto que, como ha demostrado la negociación presupuestaria, es posible arbitrar una mayoría mínima con la que sacar algunos proyectos adelante. Pero semejante éxito es difícilmente repetible cuando lo que se necesitan son auténticos pactos de Estado con los que apuntalar el sistema institucional y asegurar el consenso político para, al menos, el próximo cuarto de siglo.

Cinco son, a mi entender, los retos que están planteados y que, si no ahora, pronto deberán encontrar una vía de solución a largo plazo. El primero, por más urgente, es el planteado por el desafío independentista catalán, ya con fecha, y para el que nada concreto se ha propuesto públicamente, pues por lo que parece en lo único en lo que parecen estar de acuerdo los populares, los socialistas –y no todos– y los naranjas de Ciudadanos es en que el referéndum que propugna Puigdemont no debe celebrarse. Pero nada sabemos de una solución de fondo que, más allá de impedir momentáneamente el hecho secesionista, reconduzca la gobernación territorial de España solventando todos los problemas que, en este ámbito, esperan ser resueltos: la delimitación competencial de las Administraciones –y, por tanto, el reparto del poder entre el Estado y las comunidades autónomas–, el aseguramiento de la unidad del mercado interno, la financiación autonómica en sus dos niveles –común y foral– y, lo que seguramente es más difícil, los aspectos simbólicos de las identidades regionales.

Está también en un alto nivel de prioridad el abordaje de los problemas demográficos de España y, en relación con ellos, el afianzamiento del Estado del Bienestar. La demografía es un asunto molesto que, más allá de su ineludible determinación, se contempla muchas veces desde perspectivas ideológicas y religiosas que estorban. El dilema básico al que nos enfrentamos los españoles es el del decaimiento de nuestra población como fruto de una bajísima natalidad que, enfrentada a una esperanza de vida creciente, desemboca en un galopante envejecimiento. Éste a su vez es un reto para los pilares materiales del bienestar –pensiones, sanidad, servicios sociales–, pues no sólo se incrementa fuertemente su demanda, sino que se erosiona su viabilidad financiera.

Por ello hay que discutir y consensuar soluciones que, más allá de lo ideológico y religioso, aseguren un aumento de la natalidad a largo plazo –lo que obliga a facilitar la función reproductiva de las mujeres asegurando el sostenimiento y la atención de sus hijos, y también sus carreras profesionales aun cuando se vean temporalmente interrumpidas–, que establezcan asimismo, de manera realista, los períodos exigibles de trabajo y la edad de jubilación para hacer viable el sistema de pensiones, que extiendan los servicios de atención social a las personas mayores y que aborden enérgicamente la cuestión de la pobreza.

 Naturalmente, lo anterior no podrá intentar resolverse si, de manera simultánea, no se impulsa la creación de rentas, no sólo a partir de una extensión del empleo, sino de la productividad. Llevamos más de un cuarto de siglo en el que, por encima de avatares coyunturales y de crisis severas, la economía española ha ido creciendo por «transpiración» –según la afortunada expresión acuñada por Paul Krugman–; es decir, utilizando cada vez más recursos de capital y trabajo, pero sin apenas obtener un rendimiento incrementado de éstos.

La productividad es la asignatura pendiente de nuestro modelo económico; y ello enlaza con aspectos como la cualificación del capital humano, la creación y difusión de la tecnología, la especialización productiva, el tamaño de las empresas, el funcionamiento de las instituciones que aseguran la competencia, la eficacia de las burocracias gubernativas y los valores sociales aceptados que, más allá de la alegría de vivir que nos caracteriza a los españoles, debieran incluir elementos de responsabilidad y disciplina laboral. Aspectos todos ellos que necesitan de un impulso reformista al menos tan intenso y audaz como el que llevó en la anterior legislatura a cambiar el sistema financiero, el mercado de trabajo y la estabilidad presupuestaria, más allá de los intereses retrógrados –no de los derechos legítimos– de grupos de presión, entidades patronales y sindicatos incapaces de adaptarse a las exigencias de una economía abierta y competitiva.

Y quedan dos ámbitos específicos que enlazan también con lo económico, aunque tienen su autonomía. Uno es el de la educación, tema éste en el que el centro de la discusión hay que desplazarlo desde las cuestiones referidas a la especificidad, religiosa o no, privada o pública, de los centros educativos –que preocupa principalmente a la derecha–, o desde la falsa identificación de los resultados educativos con la igualdad –que es privativa de la izquierda–, hacia la manera como se superan los problemas del fracaso escolar en todos sus niveles –pues no se trata sólo del abandono escolar en la etapa educativa secundaria, sino también del monumental derroche de recursos que supone el fracaso en los estudios universitarios– y, sobre todo, de la mediocridad generalizada en cuanto a las competencias y conocimientos adquiridos por los escolares, tanto adolescentes como adultos, tal como reiteradamente ponen de manifiesto los informes de la OCDE.

Y el otro es el del sistema judicial, no sólo porque el gobierno de los jueces deja mucho que desear en cuanto a la injerencia política sobre su nombramiento, sino sobre todo por su notoria ineficacia para encontrar la solución jurídica a los conflictos, debido a su irritante parsimonia que alarga los procesos hasta hacerlos inasequibles a la justicia. En ambos se requieren pactos de amplia mayoría, recursos y voluntad de superar antagonismos seculares.

Todo esto –y seguramente más– tendría que estar ocupando a nuestro sistema político. Pero me temo que llegaremos a las siguientes elecciones con la misma agenda, pues la izquierda, con Sánchez e Iglesias mano a mano, ya ha dejado clara su voluntad de bloqueo, cuando no de asalto espurio al poder gubernativo, mientras Rivera se debate en un ser o no ser de irresoluble decisión. En estas circunstancias, lo único que cabe tratar de adivinar es cuándo encontrará el presidente Rajoy el momento propicio para convocar, con alguna ventaja, las siguientes elecciones. Entre tanto, lo que nos espera es la mediocridad de una legislatura fallida que, paradójicamente, debido a la inanidad de la izquierda, podría alargarse de manera desesperante.

MIKEL BUESA – LIBERTAD DIGITAL – 24/06/17