Francesc de Carreras-El Confidencial
- Si hay división, pierde el partido, los españoles lo castigan. Y, si saben esto en el PP, son unos inconscientes, les puede más su ego y ambición de poder que la lealtad a sus votantes
Quien no sabe gobernar su partido menos aún sabrá gobernar un Estado. Esto es lo que creen los españoles desde hace 40 años. Es una máxima política transversal a todos los partidos españoles, una especie de ley de hierro de la democracia española. Veamos.
En 1982, se derrumbaron dos pilares de la Transición: la UCD y el PCE. El partido de Suárez fue una de las claves para que el paso de la dictadura a la democracia tuviera lugar de forma tranquila y pacífica, se convirtiera en un modelo de transiciones políticas en el mundo.
UCD, un partido centrista, supo agrupar en su seno personalidades y grupos con perfiles muy diferentes, unos provenientes de la oposición democrática y otros del reformismo franquista. Estaba repleto de personalidades reconocidas y valiosas, profesionales brillantes. Ganó las elecciones en 1977 y 1979, truncó un zafio intento de golpe de Estado, sorteó como pudo una tremenda crisis económica y se mantuvo firme en la fase más sanguinaria del terrorismo etarra. Sin embargo, obtuvo una tremenda sangría de votos en las elecciones de 1982 —pasó de 198 diputados a 11— que le condujo a la desaparición.
¿Por qué tras una trayectoria de éxito perdió de forma tan estrepitosa? Porque se dividió internamente, sus diversas tendencias se enfrentaron de forma descarada en una confusa batalla ante la opinión pública. La UCD se hundió y desapareció del mapa político.
Lo aprovechó el PSOE de Felipe González para obtener en esos comicios el mejor resultado de su historia, nunca jamás repetido por ningún otro partido: 202 diputados, 81 más que en las anteriores elecciones. A su vez, Coalición Democrática, presidida por Fraga Iribarne, pasó de 10 a 107 diputados.
Por último, otro descalabro aunque en tono menor, pero, a nuestros efectos, significativo: en estas elecciones de 1982 el PCE pasó de 23 diputados a cuatro. Con este u otros nombres (como Izquierda Unida), nunca logró realmente levantar cabeza. Había sido el partido más activo en la oposición al franquismo, pero ello no lo premiaron los españoles en 1977: de largo fue superado por el PSOE. Los comunistas españoles siempre tuvieron poca fuerza electoral, pero, encima, se dividieron: se les castigó a fondo, los abandonaron más de la mitad de sus votantes.
Podríamos seguir repasando otras secuencias históricas más cercanas que confirmarían esta ley de hierro de los partidos españoles. Por ejemplo, la pugna dentro del PSOE entre los sectores representados, respectivamente, por Joaquín Almunia y Josep Borrell a fines de los años 90, con la consiguiente derrota socialista en el año 2000 y la mayoría absoluta del PP de Aznar. O también, recientemente, el enfrentamiento de Pedro Sánchez con la mayoría de la ejecutiva federal del PSOE, que ha ocasionado a los socialistas obtener desde entonces los peores resultados electorales de su historia.
También en Cataluña las divisiones en CiU —y tanto en Convergencia como en Unió—, que han llevado a la desaparición de ambos partidos y, como resultado, a que sus restos sean superados por ERC. Las batallas internas no se premian, al contrario: se castigan. Esto forma parte, por lo visto, de la cultura política de los españoles.
Si ambos bandos —para no utilizar palabras peores— quieren salvar a su partido, deben cesar inmediatamente en la pugna
Por eso nos atrevemos a llamarla ley de hierro, como el sociólogo alemán Robert Michels tituló su libro más famoso, ‘La ley de hiero de la oligarquía’ (1911), en referencia a la oligarquía que mandaba en los partidos, tomando como objeto de estudio el SPD alemán, con el que entonces simpatizaba. La lectura de su libro es muy instructiva para comprobar cómo los partidos españoles actuales, de todos los colores, en su estructura interna son calcados de los que describía Michels hace más de un siglo. Un día nos entretendremos en explicar sintéticamente su libro.
Todo esto lo contamos, como es obvio, por el reciente y virulento enfrentamiento en el seno del PP. Supongo que sus principales protagonistas, Pablo Casado e Isabel Díaz Ayuso, también sus segundos, García Egea y Miguel Ángel Rodríguez, conocen esta regla, esta ley de hierro que se deriva de la experiencia española reciente: si hay división, pierde el partido, los españoles lo castigan. Y, si lo saben, son unos inconscientes, les puede más su ego y ambición de poder que la lealtad a sus votantes. La condición humana ya sabemos lo que es, conocemos sus debilidades y contradicciones, pero lo sucedido estos cuatro días pasados supera todo lo imaginable por su contundencia y rapidez. Nunca habíamos visto cosa así.
No me atrevo a hacer vaticinios, serían meras especulaciones sin base alguna. Pero, si ambos bandos —para no utilizar palabras peores— quieren salvar a su partido, deben cesar inmediatamente en la pugna, esclarecer los hechos con la misma cruda publicidad con la que han utilizado para exponerlos, retirarse ambos del mando de su partido —Ayuso ha sido votada por los electores y no hay razones para que abandone su cargo público si no está implicada en algún delito— y buscar un tercero con autoridad para que remedie el estropicio y tome las medidas oportunas, en la sede central de Génova y en el último rincón del partido.
En este momento solo hay un cargo popular que goce de este respaldo general. Todos ustedes saben quién es. Ha demostrado que sabe gobernar Galicia, puede también gobernar su partido. Y, aunque no será fácil convencerle para que acepte bajar a Madrid, creo que es hombre con espíritu de servicio y de sacrificio. Además, conoce bien la ley de hierro de los partidos españoles, está alarmado por el gran perjuicio que se le está causando a su partido y estaría dispuesto a evitar un descalabro total.