iquel Giménez-Vozpópuli
Al Gobierno no le gusta el luto nacional y mucho menos que celebremos un funeral por los más de 22.000 muertos
Aunque Sánchez no lo quiera admitir, estamos de luto riguroso. Por aquellos que se nos han ido por culpa del maldito virus, antes que por ninguna otra cosa. Por sus deudos, también. Porque se podía haber evitado buena parte de esta desgracia nacional, sin duda. Es un luto muy duro, porque no se puede explicitar dado que al Gobierno no le acomoda ponerse una simple corbata negra, un crespón negro en las pantallas de TVE o decretar que la bandera ondee a media asta. Y cuando quien detenta la máxima representación de la voluntad popular no quiere estar de luto, llevarlo por dentro y por fuera se convierte casi en un acto de rebelión, en la manifestación de que algo se nos ha roto, de que existe un desgarro en el tejido emocional de la nación que los gobernantes no quieren ver ni mucho menos atender
En este funeral disfrazado de subasta del ‘Un, dos, tres’ con coreografías balconeras, mentecatos creyendo que hacen gracia, consignas buenistas y mentiras y más mentiras, se hace imposible mantener el mínimo de compostura que requiere enterrar a alguien. Añadamos a esto que a quienes deseamos ese recogimiento se nos tacha poco menos que de tremendistas, argumentando que de esta saldremos todos y que unidos podremos vencer a la pandemia. Miren, de entrada hay miles de españoles que de esta no van a salir porque han muerto. Eso, de entrada. En segundo lugar, de una pandemia no se sale con una campaña gubernamental destinada a dar oxígeno publicitario y económico a los medios afines. Se sale gestionando bien la compra de material sanitario y no metiendo la pata -y ojalá que no la zarpa- cada día. Se sale dando a los científicos medios. Se sale permitiendo a la industria nacional que ponga su maquinaria y su talento al servicio de las necesidades del momento. Pero estos dirigentes, en nuestro funeral, han añadido a las personas desaparecidas un clavo más en el ataúd: enterramos también el buen gobierno, la previsión, la inteligencia y la probidad.
Es un funeral, sí, y no hay que preguntarse por quien doblan las campanas, porque seguro que entre el séquito fúnebre estarán escondidos los policías de la moral, libreta en mano y lápiz en ristre, tomando buena nota de los desafectos al régimen que dicen cosas contra el Gobierno, como ha dejado claro la señora Celaá, que no admite mensajes negativos. Un funeral en el que la música sacra y el oficio religioso están proscritos, porque todo lo que sea cristiano carece de permisividad oficial. Detener a treinta fieles convenientemente alejados unos de otros y con mascarillas en un templo durante la celebración de la eucaristía es bien, detener a musulmanes ocupando una vía pública, sin mascarillas y sin guardar la distancia de seguridad, aduciendo que celebran su Ramadán, es mal. Así procede este Gobierno de ‘bienquedas’ ‘progres’. Todo lo que es tradición secular es una rémora a la que hay que exterminar. “La única iglesia que alumbra es la que arde”, dicen algunos de sus forofos. Las mezquitas, en cambio, son faros de progresismo y ya no digamos de igualdad de género. Enterremos, pues, la Semana Santa, las misas y todo lo que huela a sacristía.
Empiezo a considerar que la única salida que nos queda es pedir una plaza en esa comitiva fúnebre. Dichosos los muertos reales, porque al menos ellos lo están
Tenemos, pues, resumiendo, un funeral que no se reconoce por parte del Gobierno, con prohibición expresa de llorar y expresar dolor porque lo que se lleva es el aplauso, la risa de conejo y la tontería a ritmo de reguetón; no podemos desahogarnos respecto a los enterradores porque no se puede, ni tampoco expresar nuestros sentimiento religiosos seculares.
De hecho, ni nosotros mismos podemos asistir a ese acto, que al no ser ni feminista ni contrario al heteropatriarcado de turno, nos impide salir del confinamiento domiciliario, más semejante a un arresto que a otra cosa, porque así lo tiene dispuesto este Gobierno. Todos en nuestras casas, riéndonos y aplaudiendo, pagando rigurosamente nuestros impuestos aunque estemos sin trabajo ni ingresos y ya escampará un día u otro.
Empiezo a considerar que la única salida que nos queda es pedir una plaza en esa comitiva fúnebre. Dichosos los muertos reales, porque al menos ellos lo están. Mucho peor lo tenemos quienes, a pesar de estar vivos, hemos sido condenados al papel de puros zombis, cadáveres ambulantes sin alma ni cerebro. Los muertos vivientes no necesitan ni libertad de expresión ni criterio propio. Tampoco funerales. Con obedecer al amo cumplen su misión perfectamente.
Efectivamente, es una mierda de funeral y casi que se agradece que no lo reconozca como tal el Ejecutivo. Aunque lo que estemos enterrando sea a nuestro sistema democrático. A España, en suma.