IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL ESPAÑOL
- España es el único país con un pasado conflictivo que ha conservado una organización del Estado con un rey a su cabeza
La celebración de la primera década del reinado de Felipe VI es un buen momento no solo para reflexionar sobre la pervivencia de la institución monárquica en la historia de España, sino también para atemperar el tono apologético que ha regresado a los medios como en los mejores tiempos de ensalzamiento del anterior monarca, Juan Carlos I.
Que España sea una monarquía resulta profundamente anómalo desde un punto de vista histórico. Desde 1800, nuestro país presenta la trayectoria más turbulenta de toda Europa occidental junto con Grecia. Hemos tenido nueve constituciones en dos siglos, al menos cuatro guerras civiles (el número exacto depende de las reglas que se usen para medir estos conflictos), 13 golpes de Estado (y muchas más intentonas), más de 300 declaraciones de estado de excepción o estado de guerra, una fuerte inestabilidad en los gobiernos y numerosas transiciones entre regímenes autoritarios, constitucionales y democráticos.
Hay algunos otros países europeos que comparten con España lo que podríamos llamar una modernización accidentada (aunque, insisto, ninguno otro país presenta un registro tan movido como el nuestro). Pues bien, todos estos países se caracterizan por ser repúblicas, salvo España. España es claramente un caso desviado del patrón general. En algún momento de su historia, estos países se deshicieron definitivamente de la monarquía e introdujeron una forma republicana de gobierno (Francia, en 1870; Portugal, en 1910; Alemania, en 1918; Italia, en 1946; Grecia, en 1967).
Las monarquías han sobrevivido en países europeos que tuvieron una modernización tranquila, con pocos conflictos internos y, por tanto, una fuerte estabilidad política e institucional. Aquí tenemos países como Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Dinamarca, Noruega, Suecia y Reino Unido. Resulta evidente que España no pertenece a ese club por lo que toca a la historia política. Son todos países históricamente mucho menos conflictivos que los mencionados en el párrafo anterior.
España es una monarquía anómala porque se trata del único país con un pasado conflictivo que ha conservado esta organización del Estado. Como ha señalado Javier Pérez Royo en más de una ocasión, es verdaderamente excepcional en el contexto europeo que España haya tenido dos restauraciones monárquicas, una en 1874 y otra cien años después, en 1975. Hay ciertos paralelismos entre ambas restauraciones. Fueron previas a dos momentos constituyentes. En las dos constituciones, la de 1876 y la de 1978, las élites políticas trataron por todos los medios de dejar la monarquía fuera del debate constitucional. Cánovas del Castillo, el artífice de la Constitución de 1876, argumentó que el rey era anterior al orden constitucional y, por ello, hizo cuanto estuvo en su mano para que no se debatiera sobre la forma de Estado. En el proceso constituyente de 1978, se respetó en lo fundamental las disposiciones de la Ley para la Reforma Política, que anticipaban una monarquía parlamentaria con unas Cortes bicamerales y un sistema electoral proporcional con un fuerte sesgo mayoritario. La monarquía contaba de partida con el apoyo incondicional de los dos partidos sucesores del franquismo, UCD y AP, que sumaban 181 diputados en el Congreso. El PCE, además, se había comprometido a aceptar la monarquía a cambio de su legalización. Durante el debate constituyente, solo el PSOE (entre los partidos de representación nacional) hizo un pequeño amago republicano, sabedor de que era una acción más simbólica que otra cosa. El Título II de nuestra Constitución, que aborda los asuntos de la Corona, está blindado, pues solo puede modificarse mediante el procedimiento agravado de reforma, que es prácticamente imposible de cumplir.
¿De dónde procede este monarquismo agudo? A mi juicio, del deficiente proceso de construcción de la nación española. En un país cuyas costuras territoriales no están bien rematadas, generaciones sucesivas de políticos han creído que la garantía de la unidad nacional era la corona. Cánovas del Castillo lo dijo claramente en las Cortes en 1870: España, a su entender, es “un país donde la inmensa mayoría de sus habitantes no tienen otro vínculo de unidad que la monarquía”. Según este punto de vista, en ausencia de un rey, las fuerzas centrífugas romperían el país, nos dejaríamos llevar por un federalismo disolvente. Aunque ha pasado mucho tiempo, esa creencia, me temo, continúa firmemente asentada en buena parte del establishment español.
El propio Felipe VI parece haber hecho suya esta idea. Su discurso del 3 de octubre de 2017, lejos de arbitrar y moderar “el funcionamiento regular de las instituciones” (como dice el artículo 56 de la Constitución), contribuyó a agravar la crisis política que se vivió en aquel otoño. En lugar de apelar al entendimiento y a una solución negociada del conflicto, apostó por el enfrentamiento. Al igual que los principales actores que intervinieron en aquel momento, no reconoció que había una tensión entre los valores democráticos y los valores del Estado de derecho, y lo fio todo al Estado de derecho, al principio de legalidad. No es tan sorprendente esta actitud a la vista de muchos otros discursos que prepara la Casa Real, que son realmente pobres en todo lo relativo a los valores democráticos, reduciendo la democracia a poco más que el cumplimiento de la ley, en consonancia con una larga tradición del conservadurismo español.
Hay dos consecuencias muy visibles del error de planteamiento de Felipe VI. La primera es que aquel discurso sirvió para que las derechas trataran de apropiarse de la monarquía, igual que han hecho con la bandera y el himno. Que los más recalentados por la cuestión catalana hayan llegado a plantear la posibilidad de que el rey no firmara la ley de amnistía es un reflejo de esta percepción muy extendida en las derechas de que Felipe VI es uno de los suyos. Evidentemente, cuanto más se asocie la figura de la monarquía con la derecha, menor será su legitimidad. En este sentido, creo que es más fácil sobreponerse a los escándalos fiscales y económicos del rey Juan Carlos, que indignan a todos los ciudadanos por igual, que al conservadurismo de Felipe VI, que provoca división en la sociedad y aliena a sectores progresistas de la población. Hace 25 años, los votantes del PSOE tenían valoraciones de la monarquía muy parecidas a los votantes del PP, o incluso mejores (véase, por ejemplo, el Estudio 2401 del CIS del año 2000). Hoy, sin embargo, hay una brecha importante: el electorado del PSOE es considerablemente más crítico. A la izquierda del PSOE, el apoyo a la institución desaparece.
La segunda consecuencia ha sido el hundimiento de la confianza en el Rey en el País Vasco y Cataluña. Los datos de encuesta existentes (del Centre d’Estudis d’Opinió, del Deustobarómetro, o de las encuestas sobre monarquía de la Plataforma de Medios Independientes) muestran que en ambas comunidades autónomas la monarquía es la institución en la que menos confían los ciudadanos, con puntuaciones en torno al 2 en una escala 0-10. De nuevo, si nos remontamos al estudio del CIS del año 2000, no había grandes diferencias en las opiniones sobre el rey entre Cataluña y País Vasco por un lado y el resto de España por otro.
Sería absurdo negar que Felipe VI desempeña el cargo con mayor profesionalidad e integridad que su padre. Es un avance importante. Pero sus discursos y actitudes le han distanciado del objetivo de todo monarca, gozar de una legitimidad transversal, ideológica y territorialmente. Para conseguirlo, debería rodearse de asesores menos conservadores y más sensibles a la pluralidad de valores que hay en nuestro país.