Editorial-El Español

El Tribunal Supremo ha confirmado la multa de 2.200€ que le impuso la Junta Electoral Central a Pedro Sánchez en octubre por «vulnerar la prohibición que dimana del artículo 50.2» de la ley electoral. La JEC determinó que el presidente del Gobierno rompió la neutralidad institucional a la que estaba obligado durante una rueda de prensa celebrada el pasado 30 de junio tras un Consejo de la UE.

En la sede de la Representación Permanente de España ante la Unión Europea, Sánchez se sirvió del atril de la sala de prensa que le correspondía como presidente de turno de la UE para acusar al PP de un «recorte obsceno de derechos», a propósito de sus pactos autonómicos con Vox.

Es evidente que se trata de una sanción simbólica. Lo cual habla de la obsolescencia y la futilidad de algunos de los mecanismos disciplinarios de nuestro sistema democrático, si al principal actor político le corresponda una penalización tan leve por algo tan sustancial como incumplir la ley electoral. Máxime cuando, como señala la JEC, el aprovechamiento de parte de la actividad institucional de una autoridad pública perjudica al resto de contendientes electorales, quebrantando así «las condiciones de igualdad en las que -según dispone el artículo 23.2 de la Constitución- debe ejercerse el derecho de sufragio».

Pero la multa avalada por el Supremo es también simbólica en otro sentido. Porque resume muy bien la concepción de la política de Pedro Sánchez.

Es cierto que este pellizco de 2.200€ se circunscribe al castigo por incumplir algo tasado en la LOREG. En concreto, la prohibición a los poderes públicos de realizar, desde la convocatoria de las elecciones y hasta su celebración, «manifestaciones que contengan alusiones a los logros obtenidos ni hacer campaña contra el adversario electoral».

Pero es que el aprovechamiento partidista de recursos públicos, que el Supremo y la JEC coinciden en achacar al presidente, explica la forma de gobernar de Sánchez dentro y fuera del periodo electoral.

La práctica política de Sánchez se podría sintetizar en esa dinámica consistente en poner los medios de los que dispone como jefe del Ejecutivo al servicio de su interés personal y político. Una confusión crónica entre el partido y el Gobierno que se aprecia tanto en la agenda legislativa que ha venido impulsando como en el abanico de organismos estatales que ha colonizado.

La instrumentalización grosera del CIS, el control pleno sobre RTVE o la apropiación de la Fiscalía General del Estado son sólo algunas de las manifestaciones de la «utilización arbitraria de recursos públicos en beneficio de una formación política determinada» condenada por la doctrina de la JEC.

El desempeño de los delegados del Gobierno como miembros de las Ejecutivas regionales del PSOE o, más recientemente, el nombramiento de hasta cinco ministros como candidatos autonómicos son igualmente indicativos del olvido de la doctrina del árbitro electoral, que recuerda que «en España los altos cargos de las Administraciones públicas están al servicio de todos los españoles». Y que, por consiguiente, «está absolutamente prohibido el uso partidista en beneficio de una determinada facción política, de los recursos institucionales que tienen asignados».

A esto se le añade la reincidencia de Sánchez, quien, además de ostentar el dudoso honor de ser el primer jefe de Gobierno en ser sancionado por este motivo, acumula cuatro infracciones por vulnerar la neutralidad institucional.

Pocos síntomas más elocuentes de la falta de respeto del presidente y su equipo hacia la institucionalidad que el hecho de que su gabinete haya sido el más sancionado (hasta ocho ministros) por usar la rueda de prensa posterior al Consejo como plataforma de campaña.

Lo que está claro es que si este presidente sumido en una campaña electoral permanente tuviera que pagar 2.200€ cada vez que emplea de forma espuria los medios públicos, el PSOE estaría en quiebra.