El nombramiento de Jaume Duch, director general de Comunicación y portavoz del Parlamento Europeo, al frente de la Conselleria de Unión Europea y Acción Exterior da cuenta de la ambiciosa proyección internacional que Salvador Illa quiere imprimir a su Govern.
Pero la lectura de la elección de un perfil experto en los asuntos comunitarios, y de gran trayectoria y renombre fuera de nuestras fronteras, va más allá de la loable pretensión de Illa de resituar a Cataluña en el escenario global, tras años de deterioro de su imagen por culpa del provincianismo nacionalista.
Parece evidente que el nuevo president está decidido a vestir el cargo en el marco de sus acuerdos de investidura con ERC, y eso incluye reforzar la presencia de Cataluña en el mundo como una entidad autónoma.
La prueba es que ha mantenido en el nuevo organigrama una consejería que fue creada por el gobierno independentista de coalición de Junts y ERC. El cambio de orientación es evidente si se recuerda que Josep Borrell interpuso en 2018 un recurso al Ttribunal Superior de Justicia de Cataluña contra las delegaciones de la Generalitat en el exterior.
Es evidente que este departamento, bajo el gobierno de Illa, distará mucho de aquellas embajadas catalanas a las que recurrieron los separatistas para predicar en Europa su victimismo.
Y no sólo por la designación de un profesor universitario con auténtica capacitación en materia de política exterior, garantía de una mejor gestión que la protagonizada por la ristra de mediocres perfiles de partido que habían ocupado el departamento hasta ahora. También por tratarse de un político de indiscutible lealtad constitucional, idóneo para transmitir la confianza de que no se planteará desde su cartera ningún desafío al orden constitucional.
Aun con ello, lo cierto es que Duch va a ejercer de facto de ministro de Exteriores de Cataluña. Y cabe recordar que esta competencia, además de ser exclusiva del Gobierno central, es una de las atribuciones centrales de cualquier Estado, junto con las Fuerzas Armadas y la hacienda.
Por la vía del deslizamiento y los hechos consumados, se está dotando a Cataluña (que ya posee su propio cuerpo de seguridad y pronto su propia hacienda) de todas las estructuras propias de un Estado.
Este es sólo el aperitivo de la promoción de la autonomía catalana como una nación federada en España. El plato fuerte va a ser la financiación singular que el PSC ha acordado con Esquerra. Al igual que el Ministerio de Exteriores catalán, el concierto fiscal para sacar a la comunidad del régimen común (lo verdaderamente grave) se inscribe dentro de una dinámica de impulsar a Cataluña como una nación de una manera asimétrica y bilateral.
Y no se trata de una elucubración de este periódico, sino del propósito expreso de Pedro Sánchez al asegurar, a cuenta de la soberanía fiscal para Cataluña, que «estamos dando un paso en la federalización del Estado».
Tal es la estrategia del PSOE y el PSC para desactivar el procés: una operación de ingeniería política para modificar la relación de Cataluña con el resto de España y colocarla en una posición distinta (excluyendo al País Vasco y Navarra) a la del resto de comunidades autónomas.
El problema de este programa es que, en primer lugar, consiste en la práctica en una mutación constitucional (en la medida en que el modelo federal no está contemplado en nuestro texto constitucional) de cuestionable legitimidad.
Pero el mayor inconveniente del desarrollo de las competencias para revestir a Cataluña de una institucionalidad propia es que equivale a poner en marcha una estructura que, el día de mañana, podría ser instrumentalizada en clave rupturista.
Crear el precedente de una idea federal de Cataluña con Estado propio entraña el riesgo de poner a una banda leal a interpretar una partitura nacionalista.
Sánchez cree que la única manera de arreglar el «conflicto político» en Cataluña es concederle un estatus diferente al del resto. Algo que ha quedado también acreditado en las primeras líneas del acuerdo de investidura firmado con ERC, en la que el PSC se declara heredero del «catalanismo popular» y reconoce a Cataluña como «nación», contrariarmente a lo que establece la Constitución y también a las resoluciones que el propio PSOE aprobó en los documentos de su Congreso de Valencia de hace tan solo tres años.
PSOE y PSC piensan, veremos si acertadamente, que con esta fórmula pueden devolver al menos a ERC a la senda constitucional. Pero si bien la agenda federal puede ser una vacuna para la unidad, lo será en todo caso a costa de los principios de igualdad y solidaridad.