Francisco Rosell-El Debate
  • Trump ha comprado la narrativa rusa al punto de aseverar que, si Rusia no hubiera sido expulsada del G8, como en 2014 tras irrumpir en Crimea, no habría sobrevenido la invasión total de 2022, por lo que aboga por quitar las sanciones a Moscú

Al desintegrarse el imperio austrohúngaro y quedarse sin patria, Stefan Zweig sentenció con clarividencia que no había mejor posesión que el sentimiento de seguridad. Lo hizo al fenecer un «mundo de ayer» que creyó inalterable para siempre hasta desbaratarse como un frágil castillo de naipes. Aquella catástrofe, desatada por un magnicidio real que originó el estallido de la I Guerra Mundial, hizo retroceder a Europa «mil años de esfuerzo humano». Al fin y al cabo, a la civilización y a la barbarie las separa una finísima capa tras la que se vislumbra el infierno.

Al desencadenar Donald Trump el caos en la diplomacia internacional con sólo un mes de estancia en el Despacho Oval, es difícil no tener esa misma percepción de pérdida del «mundo de ayer» tras el mejor periodo de libertad y de bienestar registrado en Europa tras ser el campo de Marte de dos contiendas mundiales. Rompiendo la tradición de un país que nació siendo una democracia y abanderó casi siempre la causa de la libertad, el inquilino de la Casa Blanca antepone el botín a los principios de los Padres Fundadores a costa de coaligarse con aquellos a los que sus predecesores, bien republicanos, bien demócratas, encuadraron en el imperio del mal a costa de postergar a unos gobernantes europeos que asisten, estremecidos e impotentes, a cómo el destino se les escapa entre sus manos temblorosas.

Si ya resulta alarmante que Trump se desentienda de la suerte del heroico pueblo de Ucrania al que no se le respeta su derecho a disponer de unas fronteras seguras, más inquietante es que el presidente de la primera democracia del mundo asuma la propaganda rusa con el sátrapa Putin de ventrílocuo. Durante este tiempo, el déspota del Kremlin, al que no le queda enemigo alguno porque probablemente ya los ha asesinado a todos, ha venido presentando sus acciones de guerra, tras revestirlas antes de maniobras, como «tareas de mantenimiento de la paz» para «desnazificar» Ucrania cuando anhelaba derrocar e incluso matándolo al nieto de un sobreviviente del Holocausto como Zelenski, al que acusó de conspirar para rearmar nuclearmente a un país que renunció a ese arsenal para declarar su independencia. Como en la distopía «1984», cuando Putin indica que ansía la paz, hay que traducir que prepara la guerra. A este propósito, la Duma ya penalizó el uso de «guerra» para definir la irrupción en Ucrania.

Escribiendo sobre esa falsilla, Trump se despachaba el miércoles tachando a Zelenski de «dictador» e instándole a convocar elecciones, pese a que los rusos ocupan su territorio y regir la ley marcial, para que lo reemplace un títere de Putin. «Un Dictador sin Elecciones. Más vale que Zelenski se mueva rápido o no le va a quedar País», le advierte con tono de ultimátum. ¿Alguien imagina a Roosevelt o a su sucesor Truman trasladándole esa orden a Churchill para amigarse con Hitler, de paso que le endilgaban -como Trump con Zelenski- que era el causante de la conflagración con el nazismo? Hace un año, Putin ya soltó la perla de que Polonia, invadida por Hitler primero y luego por Stalin, empujó a la Alemania nazi a emprender la II Guerra Mundial por negarse a cederle el Corredor de Danzig.

Trump ha comprado la narrativa rusa al punto de aseverar que, si Rusia no hubiera sido expulsada del G8, como en 2014 tras irrumpir en Crimea, no habría sobrevenido la invasión total de 2022, por lo que aboga por quitar las sanciones a Moscú, mientras amenaza a sus socios comerciales y aliados militares. Pretende avenirse con Putin ofreciéndole la cabeza de Zelenski y que Ucrania sea su patio trasero en un proceso de configuración de un nuevo orden mundial -Yalta puesta del revés- en el que tres potencias -a modo de trilateral autoritaria- se repartan a pachas sus áreas de influencia. No le importa rendir los valores democráticos a los regímenes comunistas de Moscú y Pekín en la confianza de que prevalecerá EEUU echando a pelear a rusos y chinos dada su conflictividad vecinal. En suma, una falsa paz para Ucrania impuesta a Zelenski por la que Trump y Putin despojaran al país y Europa quedará al pairo con un Moscú enseñoreándose con la retirada fáctica de EEUU del continente.

Desgraciadamente, ya no hay adultos en la Casa Blanca que frenen a quien cree que «yo puedo arreglarlo solo» de aquí a las elecciones legislativas de mitad de mandato. Estos «adultos en la sala» se reivindicaron en septiembre de 2018 en una tribuna en The New York Times titulada: «Yo formo parte de la resistencia interna en la Administración Trump». En ella, se aseguraba que un grupo de miembros del Gobierno se esforzaba en frustrar las peores inclinaciones de Trump, por lo que los estadounidenses debían saber que, en esa era de caos, había adultos en la sala. A este fin, se conjuraron para preservar las instituciones democráticas ante quien, en público y privado, no disimulaba su fascinación por autócratas y dictadores como Putin y Kim Jong-un mientras desdeñaba a los aliados. Lo más preocupante no era lo que había hecho Trump a la Presidencia, sino lo que la nación le había consentido.

Pero, si no parece haber rastro de adultos en la Casa Blanca ateniéndose a la deriva de un Trump bipolar, del que no hay que descartar que se vuelva en un momento dado contra aquellos de los que ahora tan solícito es, tampoco aquende del Atlántico. En cambio, debido a la falta de liderazgo y de músculo europeo, la tentación la pinta calva para que, en estas aguas revueltas, fluyan los oportunistas de salón en especial quienes se encuentran en complicados atolladeros y su precariedad se agrava con las horas. En suma, una nueva trilateral autoritaria se reparte el mundo de ayer con los oportunistas al quite.

En la excepcionalidad es donde mejor se mueve, por ejemplo, Pedro Sánchez como se vio con el COVID y al inicio de la invasión de Ucrania. Aprovechó ambos trances para arrogarse poderes que no le correspondían, pero que le sirvieron de patente de corso. De momento, ha puesto rumbo a Kiev dentro de su diplomacia del ideal. No es una excepción, desde luego, porque eso hace hoy Macron en su etapa de mayor debilidad en la Presidencia de la República gala. Asimismo, el giro de Trump explotará las contradicciones de fuerzas como Vox después de calificar, con Abascal en EEUU, de dictador a Zelenski, amén de tener que contender con los efectos de sus aranceles al campo español, su principal caladero de votos desde su nacimiento. Las olas lo mismo suben que bajan al dejarse a merced de vientos foreños.

Demasiado asuntos particulares en esta quiebra del orden mundial que evoca la escena final de «El Planeta de los Simios» cuando el astronauta Taylor cabalga plácidamente aquel año 3.978 por una desértica playa tras desembarazarse de unos monos inteligentes que lo habían apresado luego del aterrizaje forzoso de su nave espacial en un ignoto paraje de pobladores humanos tiranizados por antropoides. De pronto, la visión de una oscura mole le hace entrar en shock. Ante tan repentina aparición, Taylor se apea de la montura y se arrodilla al vislumbrar la neoyorkina Estatua de la Libertad derruida y semienterrada entre el mar y las rocas. Espantado, se percata de que ese planeta de los simios es, en realidad, su «mundo de ayer», la Tierra que abandonó y que ahora barbarizan unos monos. Sobresaltado, grita: «¡Maniáticos! ¡La habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos!».