De nuevo el Tribunal Constitucional se enfrenta a sus propios demonios y tiene en esta ocasión la oportunidad de reivindicar su papel en el sistema: confiemos en que por fin acierte y recupere el respeto que, por su función de protección de la Constitución, le corresponde.
La sentencia de la Sala del 61 del Tribunal Supremo sobre el caso Bildu al menos ha servido para reivindicar la independencia de criterio de los magistrados que la integran. Al margen de que en asuntos tan controvertidos, cuanta mayor unanimidad haya, mejor —lo que no se ha producido ni de lejos en el presente caso—, lo cierto es que la pretendida adscripción ideológica de los magistrados que integran la Sala no ha coincidido necesariamente con el voto emitido en la sentencia, lo que es de agradecer para la imagen de la Justicia.
Ahora toca decidir al Tribunal Constitucional. Un órgano que históricamente ha sido proclive a dictar sentencias teniendo en cuenta la «sensibilidad» política y los intereses del poder. En el recurso de amparo sobre las impugnaciones de las candidaturas de Bildu, no sólo está en juego de nuevo su prestigio institucional, sino también su papel en los recursos de amparo y su capacidad de enmendar la plana a la jurisdicción ordinaria.
En este sentido, el Tribunal Constitucional debería inclinarse por analizar exclusivamente la razonabilidad y proporcionalidad de lo decidido por el Tribunal Supremo, sin entrar a valorar de nuevo la prueba aportada, como si fuera un tribunal de segunda instancia. Esto es lo que hace el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), que en las sentencias del caso Batasuna (de 30 de junio de 2009) y del caso ANV (de 7 de diciembre de 2010) ratificó las decisiones de los Tribunales españoles por entender que sus conclusiones eran «razonables» y no había motivos para apartarse de sus argumentaciones.
Ahora bien, también podría el Tribunal Constitucional ignorar la labor de los magistrados de la Sala del 61 y valorar de nuevo, como si fuera una única instancia, los elementos de convicción que han originado la ilegalización de las candidaturas de Bildu por el Tribunal Supremo —justificándose en la vulneración del artículo 23.2 de la Constitución Española, relativo al derecho al sufragio pasivo—.
Si el Tribunal Constitucional elige esta segunda opción se equivocará. Primero, porque es más adecuado a su función constitucional y facilitaría mucho las relaciones entre el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo que se limitara a realizar un control de la razonabilidad de la decisión, y no un nuevo juicio sobre el asunto, donde el riesgo de colisión entre ambos es mucho más previsible. Pero también porque la decisión que tome va a ser interpretada necesariamente desde una perspectiva política y no jurídica, máxime después de las declaraciones de algún dirigente político que ya ha anticipado un «fallo agradable», con lo que su desprestigio ante la opinión pública aumentará sin remedio.
De nuevo el Tribunal Constitucional se enfrenta a sus propios demonios y tiene en esta ocasión la oportunidad de reivindicar su papel en el sistema: confiemos en que por fin acierte y recupere el respeto que, por su función de protección de la Constitución, le corresponde.
Julio Banacloche, ABC, 5/5/2011