Jesús Cacho-Vozpopuli
“Lo que sucedió en Cataluña entre marzo de 2015 y octubre de 2017 fue un golpe de Estado, que es la sustitución de un orden jurídico por otro por métodos ilegales. Esto es lo que pretendían los acusados: derogar la Constitución y declarar la independencia de una parte del territorio nacional”. Con esta contundencia se expresó el fiscal Javier Zaragoza en su alegato final del juicio que en el Tribunal Supremo (TS) se sigue contra los responsables del ‘procés’. El 4 de junio de 2019 quedará así en la historia como una fecha para la recuperación de la dignidad de nuestra democracia, un discurso que ventea la infinita carga de ignominia que los españoles venimos sufriendo desde hace años, particularmente desde septiembre de 2012, por parte del supremacismo separatista. «No se persiguen ideas políticas. Los acusados son perfectamente conscientes de esto. La razón es haber intentado liquidar la Constitución de 1978, el instrumento de nuestra convivencia. La razón es haber atacado gravemente el orden constitucional mediante métodos coactivos y utilizando la violencia en aquellos momentos en que la han creído necesaria. Ello en amparo de un supuesto derecho de autodeterminación que carece de apoyo normativo nacional e internacional”.
Zaragoza expuso en su alegato las dos ideas que soportan el edificio argumental de este proceso. La primera es que se trató de “un ataque contra el orden constitucional. No es un ataque contra el orden público, por eso no puede ser una sedición”, como vergonzantemente pretende ahora la Abogacía del Estado a las órdenes del Gobierno Sánchez. La segunda es que “el carácter violento del alzamiento no hace falta que sea grave ni que sea con armas”, es decir, no se necesitan tanques ni pistolas para sostener el delito de rebelión. La reciedumbre moral de Zaragoza y sus compañeros de la Fiscalía es tanto más reconfortante cuanto que permite adivinar algo de luz en la oscuridad del túnel en el que ahora mismo parece metido un país que navega a la deriva en tantas cosas, tan vacío de certidumbres como colmado de mezquindades, tan corto de liderazgos como sobrado de canallas, tan necesitado de instituciones capaces de responder con contundencia a los enemigos que, dentro y fuera de la fortaleza, trabajan sin descanso en la tarea de derribar los muros de un régimen que, lleno de imperfecciones, asediado por la corrupción, necesitado de regeneración integral, ha sido capaz de asegurar los mejores 40 años de nuestra historia, años de paz y prosperidad sin parangón.
Confortan las palabras de Zaragoza y sus colegas porque, con los acusados casi listos para una sentencia que los españoles esperan ejemplar (como la que merecieron los sublevados del 23-F), el golpe de Estado protagonizado por el independentismo sigue tan vivo como en los momentos más álgidos del ‘procés’, básicamente porque los alzados contra la Constitución siguen mandando en Cataluña, siguen ocupando la Generalidad, siguen contando con la inestimable ayuda de esa quinta columna de medios de comunicación que en Madrid y en Barcelona sostiene la asonada, y ahora disponen, además, y mientras los hechos no digan lo contrario, de un eventual aliado tan sorprendente como poderoso en la persona del presidente del Gobierno en funciones.
El golpe de Estado protagonizado por el independentismo sigue tan vivo como en los momentos más álgidos del ‘procés’
La situación en lo que a riesgo de ruptura de la unidad se refiere no solo no ha mejorado en Cataluña (lo mismo sucede en otros territorios, caso de País Vasco, Valencia y Baleares), sino que en algunos extremos ha empeorado. Mientras el 26 de mayo el fugado Puigdemont recibía el respaldo de 986.807 votos y dos escaños al parlamento europeo, el PP firmaba su práctica desaparición de la región y Ciudadanos (Cs) sufría un fuerte retroceso. La sociedad catalana sigue dividida en dos mitades separadas por un muro de odio; las empresas que se fueron continúan sin volver y difícilmente lo harán mientras no cambie la situación; Cataluña crece menos que la media española, pagando un alto precio por la inestabilidad; el Parlament sigue cerrado y la democracia parece haber huido definitivamente –en muchas zonas de la Cataluña interior, el no nacionalista vive una situación de auténtico apartheid) de una parte de España, de la que siguen escapando cada vez más ciudadanos incapaces de soportar por más tiempo el clima opresivo impuesto por el rodillo separatista. Y todo ello con el laziTorra amenazando esta semana con venir a Madrid a denunciar ante Sánchez “la represión que sigue”.
Al otro lado del Ebro cunde la sensación de que la “huida” de Cs y la posición de irrelevancia del PP han dejado a la intemperie a esos millones de catalanes que, sin comulgar con el credo indepe, tratan de hacer su vida al margen del ruido y la furia separatista. Desde la óptica del constitucionalismo, la situación en Cataluña roza ahora mismo lo deprimente. Los independentistas salieron en bloque a votar el 26 de mayo, mientras muchos constitucionalistas se quedaban en casa. Entre perpleja y dividida, la noble gente catalana y española se refugia en la esperanza de que tal vez el PSC, enésima oportunidad, pueda llegar a algún tipo de pacto o arreglo por la vía del manoseado “diálogo” con quienes en modo alguno creen en el diálogo, mientras un amplio resto se entrega al desánimo en la idea de que el Estado les ha abandonado definitivamente y no hay nada que hacer salvo resignarse a lo peor. Hoy sería imposible imaginar siquiera sacar a la calle a un millón de catalanes enarbolando banderas españolas, como en dos ocasiones casi seguidas ocurriera en octubre de 2017.
¿Pero es que queda algo por transferir?
Se han perdido demasiadas batallas, se han cedido demasiadas posiciones y la confianza en un arreglo pactado basado en la prevalencia de la Constitución y la fuerza de la razón casi ha desaparecido. La presencia en el Gobierno de la nación de un tipo que se sirvió del independentismo para ser elegido presidente y que muy probablemente necesite llamar de nuevo a esa puerta para ser reelegido, a cambio del consiguiente estipendio, es un poderoso disolvente que convierte en fina arena cualquier esperanza de que el imperio de la ley se haga efectivo en todo el Estado. Esa parte de la sociedad catalana que, de forma más o menos explícita, apoya el ‘procés’, está tan moralmente anoréxica, es tan bajo su biorritmo, que hasta señeros representantes de eso que antaño se llamó el “seny”, empresarios de más o menos postín, gente con dinero a manta, comparte la idea de que acabar con el alcoholismo del enfermo consiste en proporcionar al borracho doble ración de whisky en el desayuno. Es lo que ha ocurrido recientemente en el Círculo de Economía, al reclamar los señores del dinero más competencias para la Generalidad en la esperanza de que las dádivas terminarán por ablandar a quien solo está dispuesto a aceptar la derrota del adversario.
En la peor situación imaginable, hay, sin embargo, una oportunidad de detener esta deriva
El Gobierno en funciones comparte esta visión del problema y no alienta solución alguna que no pase por lo que vulgarmente se llamaría “bajada de pantalones”: nuevo Estatuto con nuevas transferencias -¿pero es que queda algo por transferir a estas alturas?- y quizá esa reforma constitucional destinada a hacer de España el estado “plurinacional” con el que fantasean los enemigos de España. La música de esa partitura la hemos vuelto a escuchar esta semana en boca de la abogada del Estado Rosa María Seoane, para quien en el ‘procés’ no hubo rebelión, sino sedición. Una verbena. Edmundo Bal, el jefe de la Abogacía del Estado que dimitió de su cargo después de que el Gobierno Sánchez le obligara a cambiar el relato, lo tiene claro: “Este cambio de criterio solo puede responder a un mandato político. Fiscalía y Abogacía del Estado, representada por mí, coincidíamos en que hubo un escenario de violencia grave que constituye delito de rebelión” (…) “En Cataluña hubo violencia intensa, grave, planificada, prevista y aceptada”. Pocas definiciones más acertadas que la pronunciada por la fiscal Madrigal cuando, al intentar explicar la razón por la que los empresarios que realizaron algún trabajo para el ‘procés’ no lograron cobrar, lo atribuyó “al temor a lo que puede ser quedar fuera [de los contratos] de una Administración regida por una organización criminal que, para eludir las responsabilidad de sus jefes, puede exigir silencios. Esa organización criminal ha hecho de la Administración catalana, de todos los catalanes, su particular cortijo».
Una organización cuyo indiscutible capo ha sido Jordi Pujol, el gran padrino sentado en los setenta a la mesa en la que se repartió la herencia del franquismo, pero que, en un momento dado, cuando en Madrid dejaron de respetar el pacto no escrito según el cual “yo mantengo Cataluña en el redil del Estado a cambio de que pueda robar lo que me venga en gana sin objeción de Justicia alguna”, decidió romper la baraja y lanzar, instrucción mediante a su escudero Mas, a las elites nacionalistas por la pendiente de la independencia. Su envite ha puesto en tela de juicio un Estado de las Autonomías que hoy defienden a capa y espada los respectivos cacicatos locales dispuestos a utilizar sus Comunidades como territorios cautivos vetados, a menudo con la barrera idiomática (el bable o asturianu es el último recién llegado) por bandera, a la libre competencia de quienes no han nacido en el “pueblu”. En esto estamos, en una delicada tesitura capaz de volver a hacer realidad el viejo “Cantón de Cartagena”. En la peor situación imaginable, hay, sin embargo, una oportunidad de detener esta deriva, quizá por aquello de que Dios aprieta pero no ahoga. A costa, desde luego, del sacrificio de “las derechas”. Todo dependerá de lo que PP y Cs estén dispuestos a ceder para hacer presidente a un tipo al que solo le importa ser presidente. A cualquier precio.