Víctor Núñez-El Español
  • Que la izquierda vea con mejores ojos a unos antifas violentos que a un polemista conservador es el producto de una reeducación sentimental revanchista legitimada por la «memoria democrática».

A fin de retratar la supuesta incoherencia personificada por los energúmenos embozados que el pasado jueves se amotinaron para reventar el acto de Vito Quiles en la Universidad de Navarra, se ha repetido hasta el desgaste la socorrida paradoja pasoliniana: los antifascistas son los auténticos fascistas.

Pero lo cierto es que no.

Quienes asestaron una golpiza terrorífica a un reportero de esta casa no son fascistas: son simple y llanamente izquierdistas. Izquierdistas que han sido consecuentes hasta el paroxismo con su ideario progresista, que es en esencia un credo integrista que asimila la disidencia a la protervidad herética.

Abundar en que cuando la izquierda muestra una conducta aberrante es porque se comporta como la derecha, no es la genialidad retórica que los comentaristas liberales creen. Porque con ello no hacen sino compulsar una cartografía política que perpetúa la «superioridad moral de la izquierda» que tanto dicen execrar.

Y es que, en efecto, la izquierda también puede ser totalitaria. De hecho, es lo más habitual. Hoy en día, mucho más habitual que entre la derecha.

Antidisturbios de la Policía dispersando a los radicales en la Universidad de Navarra que agredieron a un periodista de EL ESPAÑOL, el pasado jueves.

Antidisturbios de la Policía dispersando a los radicales en la Universidad de Navarra que agredieron a un periodista de EL ESPAÑOL, el pasado jueves. Jesús Diges Efe

Por eso, quienes hacen gala de una insobornable ecuanimidad, proclamando su aborrecimiento por igual de los «agitadores» como Vito Quiles y de los fascistas de izquierdas, no advierten que, en el fondo, están validando el marco gubernamental de la alerta ultra.

Porque contribuyen a soslayar que la auténtica amenaza a la paz social proviene hoy de la violencia progresista. Violencia primeramente verbal, y en último término, física.

Si queremos que deje de ser empleada como salvoconducto para la intransigencia, urge despojar a la causa antifascista del halo de prestigio del que goza entre amplios estratos de la población española.

La causa antifascista en todo su esplendor la encarna Pablo Iglesias (con una retórica plenamente guerracivilista evocadora de la violencia roja que precipitó la sublevación militar) cuando se ofrece a «reventar a la derecha española», para llegar «donde sea necesario». Pero, eso sí, «hay que tener agallas».

La coda es importante. Porque lo que les falta a estos exaltados es coraje, no voluntad.

Si el material humano de la izquierda militante no estuviera compuesto de asténicos estrogenados, veríamos en las calles y en las universidades del resto de España muchas más escenas de violencia como las que proliferan en la zahúrda lunática y tercermundista en la que el nacionalismo ha convertido País Vasco y Navarra.

Ya escribimos aquí que el asesinato de Charlie Kirk marcó un hito que hizo aflorar lo normalizada que está la glorificación de la violencia entre los medios, políticos y usuarios de redes sociales de izquierdas, y la magnitud del odio y el resentimiento vesánicos han venido larvando.

Vito Quiles, precisamente, aspira a emular a Kirk con su gira universitaria (aunque la distancia entre la densidad intelectual de uno y otro sea oceánica.) Y ha recibido por parte de los replicantes del Consenso análogo tratamiento: viene a esparcir «discurso de odio».

En consecuencia, hay que recetar intolerancia con el intolerante.

Que la mayoría de la izquierda sociológica e institucional vea con mejores ojos a «los chicos de Alsasua» que a un polemista conservador es el producto de muchos años de una educación sentimental en la doctrina de que cualquier cosa es preferible a un facha. Que ETA es preferible a Vox.

Y este es el razonamiento del mismo Gobierno de España.

No en vano, el presidente (que a día de hoy sigue sin condenar la agresión a José Ismael Martínez), coincidió hace un par de semanas con la exvocera de los verdugos en la necesidad de tomar «medidas firmes» contra los actos de «exaltación fascista».

No se trata de una mera impostura, sino de una convergencia doctrinal de las izquierdas en la revanchista narrativa sobre la «memoria democrática» (de la que Bildu fue uno de los redactores), y que es un fiel reflejo de la asimétrica lógica amnistiadora de la izquierda.

A la derecha se la somete a una indesmayable ordalía para que abjure de su presunta filiación autoritaria, mientras la izquierda no sólo no abdica de sus genes violentos, sino que se enorgullece de ellos.

Y no sólo Bildu, que nunca ha condenado el terrorismo etarra: también el PSOE. Y ahí está Pedro Sánchez ensalzando el recuerdo del sádico Largo Caballero.

La reescritura democrática de la historia es la más potente herramienta discursiva del progresismo para justificar el apartheid ideológico de la derecha.

Porque olvidar el pasado reciente y recordar deformadamente el remoto permite trasladar la falaz impresión de que el peligro lo representan la «total impunidad» de las «organizaciones franquistas», aunque la realidad muestra que la violencia en la España contemporánea viene casi exclusivamente de la izquierda.

Viene de los mismos que hacían escraches a Rosa Díez, viva imagen de Goebbels. De los que llamaban «falangito» a Albert Rivera, entusiasta, como es sabido, de Millán Astray. De los que cada semana protegen el frágil tesoro de la democracia de los salvajes impidiendo por la fuerza que se celebren conferencias y debates.

En TVE, una charo argumentó ilustrativamente que la cancelación del acto de «exaltación franquista» de Quiles estaba justificada porque sus partidarios exhiben «enseñas preconstitucionales», no como las legales ikurriñas que portaban los comprometidos abertzales. Por ende, «la ley de Memoria Democrática debería actuar de forma decidida».

Es decir, que la ortodoxia oficial ya asimila «preconstitucional» con constitutivo de delito y objeto de prohibición. Este y no otro es el propósito de la memoria democrática: una reeducación sentimental antifascista para seguir estrechando el campo de lo opinable.

Ante este estado de la cuestión, es absurda la pretensión de quienes pretenden ponderar dos polos «extremistas», como si se tratara de situaciones comparables (como parodió Ciriaco: «Ni Stalin, ni Pablo Casado: centro centrado»).

De un lado, una fantasmagórica amenaza nacionalsocialista que sólo existe en la calenturienta imaginación de los progres. Del otro, una fehaciente cultura política del rencor absolutamente mayoritaria entre la izquierda, y fomentada directamente desde las instituciones.

Lo que hay no es polarización. Lo que hay es un rodillo ideológico animado por un ideario fundamentalista que no tolera la discusión. Y que como creía ganada la batalla de las ideas, ahora se revuelve de manera furibunda porque por primera vez se cuestionan esos supuestos consensos definitivos.

Hay que afirmarlo con rotundidad: son los «antifascistas» quienes con su histeria ideologizante han envenenado la convivencia, quienes abrazan una idea excluyente de la política y quienes se han dedicado a demonizar al discrepante.

Dicen los que son incapaces de separar creencias y personas que Vito Quiles es un «provocador» que sólo busca enfrentar. Pero acaso el problema radique en que hasta ahora no se habían enfrentado las ideas estúpidas y mefíticas del progresismo, que es lo único contra lo que la nueva derecha ejerce hoy violencia en España.