Una paz canónica

EL CORREO 05/04/14
KEPA AULESTIA

· La gran pregunta es a qué viene todo esto dos años y medio después del cese definitivo de ETA
· La diferencia entre Elkarri y Gesto es que la primera quiso establecer una paz canónica y la segunda, fomentar una ética de la paz

La destitución de Txema Urkijo puede explicarse por una razón funcional que resumiría todas las que se han dado y hasta las que no se han dado. Es la situación a la que estaba abocado el asesor sobre las víctimas de la Secretaría de Paz y Convivencia cuando ésta despliega tal número de proyectos, encarga informes sin cesar y busca tantos contactos que acaban diluyendo hasta la nada el papel asignado inicialmente al contratado. Poco importa que Urkijo llevase años desarrollando esa labor con tres gobiernos de signo distinto. Porque nos hallamos en una nueva etapa, la de la consolidación de la paz y la convivencia según el patrón contenido en el plan aprobado para ello por el Gobierno de Urkullu. Etapa que precederá a otra y a otra más, por lo menos, porque sería apresurado y hasta poco realista poner en orden el final de ETA en esta misma legislatura. Etapa que a su vez irá jalonada de hitos, aproximaciones y microacuerdos ordenados en su correspondiente cronograma.

Todo está previsto en el plan, porque no habría nada peor que conceder el mínimo margen a la incertidumbre. Y los imprevistos encontrarán su debida respuesta en el manual de resolución de conflictos al uso. La paz no es más que el canon al que hay que atenerse para alcanzar la paz. En relación con ese canon, la destitución de Txema Urkijo es una nimiedad, un mero ajuste funcional para que todo discurra según lo previsto. Una incidencia normal que ha de tratarse con normalidad.

Las víctimas ocupan el centro mismo del plan, y el plan se ubica en la centralidad de la política vasca. Las discrepancias que generó su redacción y las inquietudes que suscita su aplicación son otra nimiedad, tal como se ha comprobado después de escuchar a todos y hallar la verdad justo en ese término medio que el plan ya había localizado antes de escuchar a nadie. Dado que nadie quiere o puede echar abajo el plan en el Parlamento vasco, se trata de gestionarlo con paciencia, levantando con el millón de euros asignado al ejercicio columnas y plantas que ya no puedan derruirse. Todo lo demás corre a cuenta del ‘insistencialismo’, corriente filosófica que practican unos pocos pero que resulta imbatible ante el ‘qué más da’ y el ‘qué pereza’ mayoritario en la sociedad.

El plan es un método pacificador que solo puede aplicarse según el método descrito en sus propias especificaciones de uso. Unas veces deberá procederse con la máxima discreción y hasta con sigilo, en otras convendrá airear intenciones y logros que den cuenta de la magnitud sin precedentes de la empresa. Cuándo ha de recurrirse al secreto de confesión y cuándo ha de procederse a la liturgia pública está previsto en una adenda que, por cautela, se mantiene en reserva. Porque su eficacia depende de pillar desprevenido al personal, especialmente a quienes hinquen sus rodillas en el reclinatorio. Dentro de las pautas recogidas en esa adenda se contempla también la eventualidad de cambiar procedimientos y ritmos sobre la marcha para así cumplimentar lo estipulado en el plan, cosa que por la razón anterior se hará siempre sin previo aviso. No sea que esta inusitada fiebre que nos ha entrado por la máxima transparencia deje al aire el plan.

El plan adopta todas las apariencias de un tratamiento científico del problema y sus soluciones. Pero se vuelve solo canónico desde el momento en que, no nos vamos a engañar, su propia concepción impide su discusión. Desde el mismo momento en que induce y sugiere relaciones entre hechos y factores de un pasado de décadas propiciando una lectura de causas y consecuencias que, a cuenta de esclarecer lo ocurrido, pueden acabar justificando lo peor en el contexto de una espiral que iría desde 1960 hasta 2011 en una sucesión interminable de asesinatos y torturas, atentados y años de cárcel, entre la violencia controlada y descontrolada del Estado o sus aparatos y la réplica dada bajo las siglas ETA. Todo para acabar con un estadillo también interminable de vulneraciones flagrantes de los derechos humanos durante la dictadura franquista y tras el restablecimiento constitucional de la democracia.

El problema no está en que se proceda a escarbar en la verdad histórica hasta poner al descubierto el último detalle de las injusticias cometidas. El problema es otro y es doble. Proceder al relato exhaustivo de una historia concebida previamente como un conflicto armado entre bandos, que interprete así los cincuenta años de ETA, y proceder a dicha narración antes de la desaparición de ETA y, en esa medida, como condición necesaria para que ETA dé por finalizada su existencia, sin ninguna garantía, además, de que vaya a corresponder a dicho empeño. A lo que debe añadirse otra cuestión crítica: si esa tarea ha de ser encomendada a forenses o a historiadores; y si ha de ser objeto de un contrato gubernamental de los primeros o ha de confiarse a la peripecia investigadora de los segundos.

Aunque la gran pregunta es a qué viene todo esto dos años y medio después del cese definitivo de la banda. La mayoría social del ‘qué más da’ vive en paz y en una razonable convivencia. Hubiese sido más conveniente un plan limitado a dos o tres propósitos que, saliendo al paso del cese de ETA, aspirase a favorecer su final con otro orden de factores: primero su desaparición e inmediatamente lo demás. Pero hete aquí que, por arte de birlibirloque, el desarme y los presos, que centraban la angustiada atención del Gobierno de Urkullu hace tan solo unas semanas, han desaparecido del mapa. Es una circunstancia que seguro tiene alguna explicación en el interlineado del plan o en su adenda ¿Quizá porque desarme y presos hayan sido derivados al confesionario?

En el interlineado del plan consta, me temo, que quienes no se adhieran con entusiasmo a sus epígrafes seamos invitados amablemente a autodesterrarnos en el magma del ‘qué más da’. ¡Quién creerá que es ese Urkijo, incapaz de comprender que era un contratado del lehendakari! Si ya el plan estaba precintado, su conversión en cuestión aun más partidaria tras la destitución de Urkijo acaba cosificándolo. La diferencia entre Elkarri y Gesto por la Paz es que la primera quiso establecer una paz canónica y la segunda, fomentar una ética de la paz. El objetivo de la primera se abre paso desde el poder del Gobierno de Urkullu gracias, en parte, a la generosidad de la segunda, que decidió desaparecer antes que ETA.