Pedro Chacón-El Correo

El año que viene la Constitución de 1978 empatará en permanencia con la que hasta ahora es la más longeva, la de 1876, que duró hasta el golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923. Y nada va a impedir que se convierta en la más duradera de la historia del constitucionalismo español, lo cual es muy importante en política porque, como sabemos al menos desde David Hume, la durabilidad es fuente de legitimidad. Que el índice del deseo de independencia de los vascos esté alcanzando mínimos históricos demuestra que, aunque se vote nacionalista, la gente está cómoda en un altísimo porcentaje dentro del actual marco jurídico-político.

Mientras la de 1876 se vio atacada, sobre todo desde la izquierda, por la inadecuación de aquel sistema a los cambios sociales y a la exigencia de mayor representatividad, y con una Cataluña efervescente pero más todavía por lo social que por lo nacional, en el caso de la Constitución de 1978, refrendada abrumadoramente en Cataluña, su mayor desafío vino desde el nacionalismo vasco, que exigió en modo violento para Euskadi su reconocimiento como nación por el Estado español, exigencia que solo mucho después fue asumida por el ‘procés’ catalán.

En un marco jurídico como el de la Constitución de 1876, paradójicamente, por basarse en una soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, quizás hubiera sido más atendible esa petición. Pero con la Constitución actual, redactada bajo el principio de la soberanía nacional, la pretensión nacionalista de trocear dicha soberanía está, de raíz, abocada al fracaso.

No obstante, los padres de la Constitución dejaron abierto el portillo de la Disposición Adicional Primera, que reconoce los derechos históricos de los territorios forales, y que Aitor Esteban acaba de reclamar como vía posible hacia un nuevo estatus. Lo cual demuestra que la Constitución permite a los nacionalistas, no solo actuar en política con óptimos frutos, como han hecho hasta ahora, sino seguir en la reivindicación de su programa de máximos de modo legal. Es por ello que, ahora que Aitor Esteban ha vuelto también a recordar un clásico del nacionalismo -lo de que en el País Vasco no aprobó la Constitución ni el 40% de la población, como si el PNV no hubiera tenido nada que ver en ello-, podemos hacernos la pregunta legítima de qué hubiera ocurrido si ese mismo PNV, que ve la Disposición Adicional Primera de la Constitución como vía para profundizar en su pretensión nacional, hubiera llamado a dar el sí a la Constitución, en lugar de pedir la abstención, como hizo. Aunque con ello le diera, a su pesar, más legitimidad a la Carta Magna, ¿no hubiera contribuido así a un bien superior, dejando solo y sin excusas a ese sector del nacionalismo que, tras la aprobación de aquella, siguió apoyando al terrorismo? Creo que es de justicia histórica, al menos, plantearse esta pregunta.