J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 21/5/12
Se legisla a golpe de emoción concreta, se escucha con simulada atención a las víctimas, se da cauce a sus demandas de venganza
Según los resultados constantes de las encuestas de opinión del CIS, el español está firmemente convencido (90%) de que la delincuencia es muy elevada y está aumentando en España. Sin embargo, lo cierto es lo contrario: la tasa de criminalidad española es la más baja de Europa (junto con Portugal) y está en descenso desde hace casi diez años. El índice de infracciones por cada mil habitantes es de 45 en España, mientras que la media europea es de 67, y Reino Unido llega a 84, o Suecia a 121 (datos de 2010). Lo confirma la encuesta internacional de victimización, que arroja un índice para España que es de los más bajos del mundo, junto con Japón y Portugal.
Ítem más: el español medio es perfectamente consciente de que en su derredor (su barrio, su calle) existe una muy baja delincuencia y, en congruencia, el índice de miedo personal a ser objeto de un delito es muy bajo en España. Y, sin embargo, cuando esa percepción se refiere al ámbito más amplio de la sociedad entera, su convencimiento es el de que existe mucha delincuencia, cada vez más. ¿Razón de esta disonancia cognitiva? Que la opinión sobre su derredor vital la construye sobre su experiencia personal, pero la opinión sobre la sociedad se la construyen los medios. Son éstos los que han conseguido construir una realidad social al margen de los hechos objetivos.
Y no sólo lo han conseguido en lo que se refiere a la criminalidad, sino también con la realidad punitiva y carcelaria: de nuevo, las encuestas de opinión proclaman que los españoles (el 85% según el CIS) creen que las penas que aplican nuestros jueces y cumplen los convictos son «blandas o muy blandas», que los criminales poco menos que «entran por una puerta y salen de inmediato por otra». Aunque resulta de nuevo que esta percepción general se da de bruces con los hechos: España es el país europeo occidental con mayor tasa de encarcelamiento: 163 por 100.000 habitantes, superior a Inglaterra (150) o Francia (96) y el doble que Alemania (88). Estamos muy lejos todavía de los índices de Estados Unidos (780) o Rusia (618), pero somos alumnos aventajados de su deplorable política criminal. Y, además, los datos demuestran que nuestra elevadísima tasa de encarcelamiento se debe, precisamente, a que la duración media de la estancia en la cárcel es en España muy elevada, exactamente el doble que en el resto de Europa.
La realidad ‘real’ muestra, entonces, que España es un país que ha conseguido la dudosa proeza de materializar una perversa contradicción: ser en Europa el que más gente y por más tiempo tiene en la cárcel, a pesar de ser el que menos delincuencia padece. Y esa contradicción flagrante puede sostenerse porque la realidad ‘virtual’ que sienten los ciudadanos es otra: la de que hay muchos delincuentes, poca cárcel y penas muy cortas y blandas.
Para generar una distorsión como ésta ha sido necesaria la colaboración de muchos actores durante mucho tiempo. En primer lugar están los medios de comunicación, atentos a la explotación del filón emocional. Los periódicos y los telediarios se nos han llenado de crímenes, que son tratados y expuestos de una manera incompetente, sensacionalista y atolondrada, distorsionando la percepción del público acerca de la importancia y número de los delitos como fenómeno social, y también acerca del funcionamiento de las instituciones que tratan este fenómeno. Se tiende a informar con un sesgo favorable de la policía, uno crítico y negativo de los jueces (blandos e incompetentes) y uno simplemente neutro de las prisiones (allí están bien los que tienen que estar, lástima que no estén más y más tiempo).
Los políticos (y en esto no existe ya diferencia de ideologías) se aprovechan oportunistamente de esta presentación del asunto, cuando no la inducen. Les permite desviar la atención de temas más difíciles y complejos y les concede la oportunidad de mostrarse como agentes activos y eficaces ante las demandas de la sociedad: no hay día en que la clase política no decida atender la inquietud social mediante la creación de nuevos tipos penales, rebuscadas penas, agravamiento de las existentes, limitación de los beneficios en su cumplimiento, etcétera. Una orgía represiva que carece de cualquier efecto positivo sobre el fenómeno social que dice atender pero que es políticamente rentable. Se legisla a golpe de emoción concreta, se escucha con simulada atención a las víctimas, se da cauce a sus demandas de venganza. Y, por el contrario, ya no se escucha a los expertos en el tema ni se intenta siquiera construir una política criminal y penitenciaria completa: la imagen de firmeza es la que vende. No digamos nada de las asociaciones de presos: ¿existen todavía?
Y los ciudadanos, no nos engañemos, no le hacemos ascos a este tratamiento. Ciertas cosas no llueven del cielo: hay políticos y medios populistas porque hay ciudadanos populistas. Hasta hace unos años, en las sociedades occidentales predominó la percepción del sistema institucional de represión como una amenaza del poder frente al ciudadano, por eso lo importante era ponerle límites, cautelas y garantías. Nos veíamos como posibles acusados y nuestro interés era el de protegernos ante los excesos del poder. Ahora nos vemos como víctimas y nuestro torpe deseo se ha vuelto el que se castigue a troche y moche a todo el que nos amenaza, aunque sea obscuramente. Aplaudimos la represión de manera insensata porque sentimos miedo, a pesar de que no hay causas objetivas para tenerlo. Y es que al liberarse una sociedad de los motivos concretos de temor con los que siempre ha convivido se queda en ella un temor difuso que exige inventarse causas del nuevo miedo. Y en ello andamos.
J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 21/5/12