Antonio Rivera-El Correo
- Una posibilidad contra la parálisis es que alguno de los dos líderes arriesgue proponiendo una recomposición de las relaciones entre los dos grandes partidos
Desde que en 2015 entró en crisis el sistema de partidos, la aritmética se empeña en reiterarse. Los dos bloques han sustituido a los dos partidos mayoritarios, lo que genera más incertidumbre en el Gobierno y en la oposición. La mayor pluralidad de esa polarización provoca reacciones en ambos lados porque las facciones extremas de uno y otro estimulan el voto contrario defensivo de sus respectivos espacios centrales. El resultado es un equilibrio permanente entre izquierdas y derechas a partir de otro factor: los nacionalismos de la periferia.
Las derechas suman más al explotar las contradicciones de las izquierdas cuando se apoyan en los nacionalistas, pero no lo suficiente como para impedir la repetición de esa suma. Es lo que pasó el domingo: planteada la elección en términos plebiscitarios -contra el sanchismo, el Gobierno ‘Frankenstein’ y la amalgama antiespañola-, si aquellas no ganan por mayoría absoluta, pierden porque al extremar su discurso hacia esos grupos agotan sus posibilidades de suma. El escenario, cualquiera de ellos, además de muy inestable, hiela el corazón de una de las dos Españas, por decirlo en plan Machado.
La razón de la parálisis de la política española sería esa: se depende por activa o por pasiva de los decisivos votos de unos nacionalistas que se manifiestan a cada poco ajenos a los problemas del conjunto del país (o sea, de España). Pero la razón principal no es esta, sino la renuncia de los dos grupos principales de los dos bloques a entablar una relación que restituya un espacio intermedio de acuerdos; vamos, lo que caracterizó los inicios de la democracia. A la corta no puede ser porque los agentes políticos son prisioneros de su apuesta por los aliados extremos con los que conforman su respectivo bloque frente al oponente. Todos se han acomodado a la polarización: saben que en el espacio central sigue estando el caladero de votos, pero no el soporte de sus apoyos y discursos.
Pero, volviendo a la razón secundaria, la de la endiablada pluralidad de la realidad territorial española, el asunto es cómo relacionarse con ella. Está la opción de suprimirla, que esgrime la derecha extrema cuestionando hasta el Estado de las Autonomías y que es hegemónica en la cultura popular del centro territorial; su opción política más moderada la atempera, civiliza y da cauce sin poner en peligro el sistema. La opción contraria es el parloteo del derecho humano a la autodeterminación, hipótesis sin apoyo suficiente ni siquiera entre los espacios donde se formula.
Se depende de los votos de unos nacionalistas que se dicen ajenos a los problemas de España
Desde 1978 se eligió una versión de la conllevanza con el engorro que formuló Ortega y Gasset en 1932. Pero como nuestro modelo autonómico fue también puesto en cuestión por aquel lado -primero con el plan Ibarretxe y luego con el ‘procés’ catalán- y como ninguno de los dos grandes partidos opta por una propuesta más precisa -la federal, por ejemplo, que no dejaría de ser dificultosa-, se ha acudido últimamente a la manera Manuel Azaña, buscando un acuerdo con el nacionalismo. El empeño es encomiable y su efecto salvífico: la simple conversación reduce las ínfulas secesionistas, pero no acaba con el problema ni consigue llegar a un intermedio consensuado. La realidad da la razón al filósofo más que al político.
Puede que tengamos que enfrentar una nueva operación Azaña: con la aritmética del domingo, las izquierdas solo pueden sumar arriesgando por ahí. Han ganado en ambos territorios, Cataluña y el País Vasco, lo que les proporciona un respaldo para ello, pero el movimiento siempre ha tenido un doble efecto negativo: engorda y extrema reactivamente los apoyos y tesis de las derechas, y deja en pésimo lugar a sus partidarios allí, que, aunque comprensivos con los nacionalismos de sus paisanos, se reconocen diferentes y opuestos a ellos. En sentido contrario se recuerda que el Gobierno de las derechas es la receta segura para incrementar el número de secesionistas.
Pero el otro problema de esta posibilidad es que no se sabe si hay suelo para la negociación. Estos días toca echar la boca a pastar exigiendo la luna o asegurando que nada corre peligro. Todavía obnubilados por la remontada, los sanchistas confían en que a su líder se le ocurrirá una estrategia inédita y sin costes. Es un empeño un tanto suicida, pero algunos primeros movimientos de sus aliados irían por ahí. Como ocurre también en el País Vasco, el escenario español es el reñidero donde compiten entre sí las opciones nacionalistas catalanas: la conllevanza con el problema supone que algo que empieza y termina en un par de esquinas del país condiciona la vida del conjunto de este, como viene sucediendo hace más de un siglo.
Otra posibilidad es que alguno de los dos líderes arriesgue proponiendo una recomposición creíble de las relaciones entre los dos grandes partidos. No una gran coalición, algo impensable y prematuro después del discurso en que se ha soportado el antisanchismo y después de la derrota del plebiscito en contra de este, pero sí un golpe de timón a partir de unas pocas intenciones concretas que dejara al otro sin argumentos y enderezara a medio plazo este sindiós en que estamos metidos. Suena más a ‘wish thinking’, un deseo sin sostén, que a otra cosa pero también tiene que estar entre las previsiones del visionario. Algo de eso ha dicho Feijóo, y les recuerdo que es él quien ganó el domingo.