Ángel de la Fuente-ABC
- Los ingredientes esenciales tendrían que ser una administración tributaria única pero realmente de todos, el respeto del principio de ordinalidad y un alto grado de nivelación
El Acuerdo del PSC/PSOE con ERC para dotar a Cataluña de una ‘financiación singular’ que tiene toda la pinta de un concierto no es un buen punto de partida para la necesaria reforma del sistema de financiación autonómica (SFA). Incrementar sustancialmente los recursos asignados a una comunidad grande y situada en la media en términos de financiación por habitante ajustado difícilmente puede traducirse en una distribución más equitativa de los recursos públicos y, ciertamente, no será bueno para todos. Si la Generalitat se queda con una parte mayor del excedente fiscal que se genera en su territorio, habrá menos recursos para financiar otras cosas, incluyendo la nivelación regional y otras políticas redistributivas. La pérdida de tales fondos podría compensarse mediante transferencias financiadas con impuestos estatales, pero la necesaria subida de estos tendría que recaer exclusivamente sobre lo que quede del territorio común, esto es, sobre la sufrida parte del país que seguiría estando sujeta a impuestos estatales. Se estaría, por tanto, compensando a los perdedores con su propio dinero.
Despachada la obviedad de que no estamos ante un ‘win-win’, lo más preocupante son los enormes daños colaterales que un concierto catalán podría generar. Como he argumentado en detalle aquí, los costes tomarían la forma de una pérdida de eficacia y eficiencia de la recaudación tributaria y de una mutación de carácter confederal en la naturaleza del Estado que podría comprometer su capacidad para ejercer sus competencias constitucionales. Trocear la Agencia Tributaria estatal, como ahora se propone, resultaría sin duda en mayores costes de gestión y cumplimiento y en una menor efectividad en la lucha contra el fraude, sin aportar necesariamente nada significativo a la autonomía de la comunidad. Lo que sí haría es aumentar su capacidad de negociar mejores términos financieros y, en última instancia, de llevar a término una hipotética secesión unilateral. En la misma línea, abrir la puerta a la generalización del sistema de concierto supondría romper de forma drástica en favor de los territorios el equilibrio que ahora existe entre las autonomías y la Administración Central. Esto marcaría el inicio del desguace del estado federal que ya tenemos en la práctica para iniciar una deriva hacia un Estado confederal que no tendría nada que ver con el de los países federales a los que nos gustaría parecernos. En ninguno de ellos se plantea siquiera la posibilidad de que la Federación renuncie a establecer impuestos en una parte de su territorio.
Dado que el camino que sugieren ERC y PSC no lleva a nada bueno, sería necesario buscar una vía alternativa para una reforma que permita satisfacer la parte razonable de sus demandas sin comprometer el principio de solidaridad o renunciar a la autonomía del Gobierno central. Los ingredientes esenciales de esa alternativa tendrían que ser una administración tributaria única pero realmente de todos (quizás a través de un consorcio a 16 en lugar de 15 consorcios a dos), el respeto del principio de ordinalidad en financiación por habitante ajustado, un grado de nivelación elevado, pero no total, y la conversión de las tradicionales cláusulas de ‘statu quo’ en compensaciones transitorias que permitan realizar los cambios necesarios en la distribución de recursos en un plazo razonable.
La clave está en el principio de ordinalidad. Se trata de una restricción perfectamente razonable que cualquier sistema de financiación sensato respetaría de forma natural, pero hay que explicarlo bien. En contra de lo que se dice en ocasiones, la ordinalidad no consiste en dar más al que más tiene de partida, sino en no quitarle tanto que quede en peor situacion que los beneficiarios de (lo que para entendernos llamaré) su solidaridad. En términos más precisos, lo que el principio exige es que la aplicación del SFA no altere la ordenación de los territorios en términos de recursos por habitante ajustado, calculados a competencias homogéneas e igual esfuerzo fiscal (cosas que daré por sobreentendidas en todo lo que sigue).
La mejor forma de aplicar este principio sería la nivelación total, esto es la igualación de la financiación por habitante ajustado de todas las comunidades, pero me conformaría con algo menos si así se puede alcanzar un consenso amplio. Si suponemos por un momento que hay acuerdo sobre cómo ajustar la población para aproximar razonablemente bien el coste en cada territorio de la cesta estándar de servicios autonómicos, la nivelación total sería seguramente la opción preferida por la mayoría de la población española como criterio de distribución territorial de los recursos públicos. Pero es también un ideal que nunca se ha alcanzado, pues en todas y cada una de las sucesivas encarnaciones del SFA han existido diferencias muy significativas entre territorios en términos de financiación por habitante ajustado sin que hubiera razones comprensibles para ello. Por lo tanto, existe un espacio apreciable para movernos desde la situación actual hacia otra que comporte, simultáneamente, una menor desigualdad y una nivelación (elevada, pero) incompleta que permita que los territorios cuyos residentes más aportan al sistema puedan disfrutar de una financiación algo mejor que la media, lo que ayudaría a incorporar a muchos catalanes a un posible consenso.
Una solución de este tipo ya fue propuesta en el ‘Libro blanco’ de 2017. Se trataría de suprimir los mal llamados Fondos de Competitividad, Cooperación y Suficiencia, manteniendo como núcleo del sistema el Fondo de Garantía, que se nutre con una fracción elevada de los ingresos tributarios de las CC.AA. (antes de subir o bajar los impuestos que controlan) y se reparte por población ajustada. La aportación del Estado al SFA se canalizaría a través de un fondo complementario de nivelación que repartiría estos recursos con un criterio que podría ser, o bien la eliminación de un porcentaje de la diferencia con la comunidad con mayor financiación por habitante ajustado, o bien la elevación hasta donde fuera posible del ‘suelo’ de financiación por habitante ajustado. Ambas opciones respetarían la ordinalidad.
Quedaría, finalmente, la espinosa cuestión del cálculo de la población ajustada, que habría que abordar de una manera incremental, partiendo de la fórmula existente y tratando de ceñirnos a lo que nos dice la (imprecisa) evidencia existente sobre el tema. También en este campo el Libro Blanco contiene recomendaciones sensatas para introducir algunos retoques en el sistema y para estudiar con cuidado posibles cambios de mayor calado que podrían adoptarse a medio plazo, incluyendo la introducción de correcciones por niveles de precios y de renta per cápita.
En última instancia, tanto el grado de nivelación como la fórmula de población ajustada han de ser objeto de un acuerdo político que será complicado de negociar. Si no queremos que se convierta en misión imposible, la negociación tendrá que delegarse en los principales partidos, a los que habría que pedir un ejercicio de responsabilidad: que dejen de tirarse los trastos a la cabeza durante un ratito para tratar de acordar un sistema bueno para el conjunto del país.