Ignacio Varela-El Confidencial
Se veía venir la decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de Luxemburgo. No ha hecho sino aplicar a un caso concreto un razonamiento de puro sentido común democrático
Al igual que los troskistas de la IV Internacional penetraban en las organizaciones de la izquierda tradicional para ocupar sus órganos de dirección y reventarlos, los enemigos del Estado democrático han decidido que la forma más eficaz de destruirlo no es derribarlo desde fuera, como los antiguos revolucionarios, sino ocupar sus instituciones para demolerlo desde dentro. La subversión institucional es la amenaza política más insidiosa de nuestro tiempo, porque usa los instrumentos y garantías que proporciona la democracia representativa para resquebrajarla y, a la postre, acabar con ella.
En Cataluña, asistimos desde hace una década al secuestro político de las instituciones del Estado (eso y no otra cosa es la Generalitat) con el declarado propósito de desmembrarlo, abusando de todos los resquicios de la legalidad formal para liquidar la legalidad como principio. La pregunta es si nuestro Estado está preparado para defenderse con eficacia de esa amenaza existencial. Si la primera línea de defensa del orden democrático es la ley, la respuesta es rotundamente negativa en lo que se refiere a España.
La enorme dificultad del Tribunal Supremo para encajar la insurrección del otoño del 17 en alguno de los tipos delictivos existentes en el Código Penal es la muestra más expresiva de esta indefensión del Estado ante una forma de ataque ilícito a la Constitución que nunca se quiso contemplar (al principio, por miopía; después, por cobardía) hasta que se consumó. Pero no es la única.
Se veía venir lo que el Tribunal de Justicia de Luxemburgo decidió este jueves. No ha hecho sino aplicar a un caso concreto un razonamiento de puro sentido común democrático: en un sistema cuya fuente de legitimidad es el sufragio universal, el dictamen de las urnas es definitivo e incontrovertible. No hay trámite posterior que pueda torcer lo que los votos han decidido.
Se puede considerar que ciertas personas carecen de la higiene pública imprescindible para ocupar determinados puestos: por ejemplo, que alguien acusado de los más graves delitos contra la Constitución no puede representar a España en el Parlamento Europeo, donde todo lo que hará será conspirar contra el país al que supuestamente representa. Pero en ese caso, lo lógico es hacerlo legalmente inelegible de saque. Lo que no tiene sentido es otorgarle la condición de candidato y, cuando la gente lo vota, impedirle acceder al cargo mediante artimañas procesales o requisitos burocráticos.
Eso es lo que nadie entiende en Europa y lo que los jueces de Luxemburgo nos han dicho. Si la ley española considera que un procesado por rebelión y un fugitivo de la Justicia son dignos de ser votados, no puede negarse después a admitirlos como electos. Y si no lo son —a mi entender, no lo son—, hay que cerrarles el paso antes si no se quiere poner al Estado y a la Justicia en una posición imposible.
El sufragio universal es sagrado en sus dos vertientes: el activo y el pasivo. Precisamente por ello, hay que defenderlo de los enemigos que lo ensucian y desnaturalizan. Para eso está la ley. Gran parte del vendaval que se desató en 2010 se debió a que los nacionalistas aprovecharon que el Tribunal Constitucional tuvo que enmendar parcialmente el Estatuto después de que se hubiera votado en referéndum, y no antes. Felizmente, esa anomalía legislativa sí se ha corregido.
Si nos parece necesario que un diputado acate expresamente la Constitución, exijamos que el acatamiento sea previo a la votación. Basta con incluir, entre los requisitos para presentar candidaturas, la firma de una declaración en ese sentido (por supuesto, sin añadidos). Así, evitaríamos el espectáculo penoso de decenas de diputados electos abjurando de la Constitución en lugar de jurarla, ante la pasiva tolerancia de la presidenta de la Cámara.
Ahora corremos el riesgo de ver a Puigdemont entrando bajo palio en el Parlamento Europeo y, después, paseando su chulería por las Ramblas y recibiendo los vítores de los incendiarios de coches. Los abogados de Junqueras, inminente socio del consorcio gubernamental Sánchez e Iglesias SL, se disponen a plantear —y quizá ganar— la anulación completa del juicio del Tribunal Supremo y, por tanto, de la sentencia. Los dos jefes de la sublevación del 17 podrían disputarse legalmente en el 19 la presidencia de la Generalitat (‘ho tornarem a fer’, ¿recuerdan?). No cabe engañarse: es una enorme victoria política del secesionismo insurreccional y una derrota humillante del Estado democrático.
Pero no es sensato sumarse a la histeria culpabilizadora que ya se ha desatado en las redes y en muchos medios. No, los jueces europeos no han despreciado a España ni han buscado humillarla. “Si fuera Alemania, esto no habría pasado”, se oye lastimeramente. Si fuera Alemania, amigo, para empezar, esos partidos no habrían podido participar en las elecciones. Basta ya de endosar a otros nuestras negligencias. Un poco más de determinación en defender nuestra democracia y menos gimoteo exculpatorio. Y desde luego, nada de contribuir a la furia antieuropea que se disponen a atizar los de Vox y su entorno. Es el mejor momento para reafirmar que los tribunales europeos son una bendición histórica y resucitar la Antiespaña, una marranada. Y que la democracia tiene derecho a defenderse preventivamente de sus enemigos.
Este episodio servirá para evidenciar cuál es la verdadera prenda que ERC reclama a Sánchez. Le exigen un compromiso de desistimiento: que la Abogacía del Estado y la Fiscalía abandonen todos los procesos en marcha contra los independentistas y que desactive, para hoy y para siempre, la vía judicial. Lo avisó hace días Pere Aragonès en ‘La Vanguardia’: “Hay procedimientos abiertos en la Audiencia Nacional, el TSJC, el Tribunal de Cuentas, el Juzgado 13, donde el Estado es parte activa…”. Se le entiende todo: el anticipo del precio de la investidura es que el Ejecutivo deje de ser parte activa a todos los efectos.
Así que cuando veamos a los diputados de ERC levantarse para decir “abstención”, sabremos que han recibido a cambio un pagaré de impunidad, extendido al portador y de cobro inmediato. Y que el Estado ha quedado aún más indefenso de lo que ya estaba.