Jesús Cacho-VOXPOPULI

En noviembre de 2015, el socialista Antonio Costa entró en la historia de la democracia portuguesa al conseguir algo que hasta entonces ningún otro político había logrado: formar Gobierno a pesar de no haber sido el vencedor de las elecciones celebradas el 4 de octubre de dicho año. La coalición conservadora de Passos Coelho obtuvo más escaños que cualquiera de los tres partidos de izquierda, por lo que el presidente de la República, Cavaco Silva, le encargó la formación de un Gobierno que a las primeras de cambio resultó tumbado por una moción de censura presentada por Costa en nombre del Partido Socialista (PS), que contó con el respaldo mayoritario de toda la izquierda. Tras intensas negociaciones, Costa se convirtió en nuevo primer ministro de Portugal con el apoyo del Bloco de Esquerda (BE) y del viejo Partido Comunista Portugués (PCP) de honda tradición estalinista, en cuyas listas viajaban adosados los verdes. Se trata de un Gobierno monocolor estrictamente socialista, sostenido en el parlamento por acuerdos diferenciados suscritos con el Bloco y con el PCP en los que quedan meridianamente claras las convergencias y las diferencias entre partes. De modo que el Gobierno de Costa está en minoría en lo que atañe a la política exterior, pero cuenta con mayoría en el parlamento gracias al respaldo de sus socios en lo que se refiere a las políticas económicas y sociales.

En el otoño de 2015 nadie pensaba en Lisboa que fuera a ser posible un acuerdo tan extraordinario, casi contra natura, y mucho menos que llegara a tener éxito en caso de echar a andar. Para los comunistas portugueses, el PS, responsable de haber solicitado en su día el rescate financiero a Bruselas, se había convertido en un simple gestor de los intereses del capital, de acuerdo con el manual de instrucciones del comunismo. Ni socialistas ni comunistas querían, no obstante, correr con el coste de ser la fuerza de izquierdas que entregara el Gobierno a una derecha en minoría en el parlamento. Las movilizaciones que tuvieron lugar aquellos días reclamando un cambio de rumbo fueron responsables del acercamiento de posturas. PS y Bloco de la mano terminaron por llevar al PCP al acuerdo. La extraña ‘geringonça’ (termino con el que fue calificado ese Gobierno chapuza) ha terminado por funcionar para asombro de propios y extraños. En parte, porque la coyuntura económica internacional (crecimiento en la UE, tipos de interés, precios del crudo, estímulos del BCE) ha ayudado mucho, y en parte por la determinación de Bloco y PCP, quizá el aspecto más sorprendente de esta triple alianza, de no poner zancadillas al Ejecutivo, exclusivamente socialista, no sobreactuar, y no filtrar a la prensa escándalos supuestos o reales. Increíble.

Las tres partes parecen estar saliendo beneficiadas del invento. El PS porque capitaliza el éxito de su gestión, y sus socios porque mantienen contenta a su parroquia y pueden presumir de tener al partido del Gobierno bien cogido por el ronzal de sus exigencias. En Andalucía se presenta ahora la ocasión histórica de repetir la experiencia portuguesa por parte de los tres partidos que ocupan el espectro de la derecha, desde el centro representado por Ciudadanos hasta la derecha más dura que hoy encarna Vox, pasando por un PP que bajo el mando de Rajoy perdió cualquier rasgo ideológico más allá del puro apego a un poder desde el que desplegar una inane tecnocracia conservadora. Sería la ‘gerigonça’ de la derecha española. Un Gobierno exclusivamente del PP como partido más votado, con el apoyo parlamentario de Ciudadanos y Vox, sobre la base de pactos individuales suscritos por los populares con cada uno de sus socios, en los que claramente se determinen los compromisos y obligaciones asumidos por las partes. Ello con el objetivo no de chupar cámara, no de fardar, no de continuar con el mamoneo de siempre, mucho menos de robar, sino de trabajar honesta y decididamente por volver Andalucía del revés y dar una oportunidad de futuro a los andaluces lejos de las ayudas públicas y la tutela del Estado. Sería la fórmula más lógica para acabar con 36 años de taifa socialista.

 Vox no es el problema

Es Vox quien menos problemas planteará para llegar a una fórmula de este tipo. Su presidente, Santiago Abascal, aseguró el lunes en Sevilla que su formación “nunca será obstáculo” para una mayoría alternativa en Andalucía. Alguien hay en Vox que, lejos de las soflamas, parece acostumbrado a pensar, puede que el propio Abascal, porque la formación tiene ahora mismo escasos incentivos para, más allá de las limitaciones que impone su número de escaños, arremangarse en la Bética y reclamar un papel que corresponde a quienes le doblan en representación. Vox y Abascal tienen bastante en Andalucía con “no ser un obstáculo”, porque lo suyo va a consistir en sentarse a esperar la gran cosecha de votos que las lluvias de abril y el sol de mayo con seguridad van a dejar en sus redes (Municipales y Autonómicas) por obra y gracia de los cientos de miles de españoles estragados por la insoportable corrupción, la dictadura de lo políticamente correcto y la insoportable levedad de esa derecha contemplativa con los que quieren romper España. Ese es el sencillo secreto de Vox: que hay millones de españoles hasta las narices del rumbo de perdición, de miseria política y moral, que desde el estallido de la burbuja y antes aún arrastra el régimen de la Transición.

El problema de ese pacto a la portuguesa hay que residenciarlo en Ciudadanos y en PP. Villegas, tan buen negociador como mediocre comunicador, compareció ayer en los micrófonos de COPE con un discurso tan pobre como dubitativo. Primero, porque C’s parece haber caído en la trampa tendida por el PSOE al calificarlo de “partido de derechas” y eso parece estar haciendo mella en los Villegas y otras hierbas sensibles a la pulla patria. Y segundo, porque el partido de Albert Rivera no parece tener claro, o no del todo, con quien quiere meterse en la cama en Andalucía. La pretensión de hacer presidente a Juan Marín no deja de ser una butade, por llamativa que pueda parecer la opción de ese genio de la lámpara apellidado Moreno Bonilla (la historia está llena de sorpresas, como bien sabe Javier Arenas, eterno aspirante a la silla que ahora podría ocupar su monaguillo). Por primera vez se observa en Cs una cierta pulsión por ocupar poder, por pisar moqueta, por entrar a formar parte del reparto del pastel, siendo así que la belleza de esta formación, al menos hasta ahora, ha consistido en su renuncia expresa a ser un partido al uso para proclamarse un instrumento útil en la mejora radical de la vida de los ciudadanos. Y no se trata, Albert, de ocupar poltronas, sino de volver Andalucía del revés levantando las alfombras que sea menester.

Las miserias de la política, siempre a flor de piel en un partido como el PP que en tantas cosas, y hasta que Pablo Casado tenga a bien coger la escoba para barrer la casa de una vez por todas, sigue anclado en el peor marianismo. La solución a la portuguesa para Andalucía reclama una cultura de pacto a la que el PP es ajeno por tradición. Este se antoja el gran obstáculo para el acuerdo. Como en el caso del tripartito portugués, la negociación será dura y se tomará su tiempo, y no sería mal comienzo la renuncia expresa de las partes en liza a intoxicar con tinta de calamar. Una cosa está clara: ni el PSOE ni Susana van a seguir al frente de la Junta de Andalucía. Es el fado que, María la portuguesa, se oye hoy desde Ayamonte hasta Faro. Los andaluces le han dicho a Pedro Sánchez que no cuenten con ellos para romper el orden constitucional y la unidad de la nación española, y esa es una gran noticia, la mejor en mucho tiempo, para quienes aspiramos a mejorar radicalmente la calidad de nuestra democracia.