Arcadi Espada-El Mundo

CRISTINA Cifuentes dijo, más o menos soterradamente, yo estoy limpia y anunció, incluso con el ejemplo, que iba a dedicarse a la limpieza del Partido Popular de Madrid. No estaba limpia. Aceptó que le regalaran un título universitario, lo que le supuso incurrir, presuntamente, en un delito de cohecho impropio, más grave por mediar dinero público. En su obstinada defensa mintió y permitió que la oposición le hiciera cada día un nuevo lecho de Procusto a medida de los hechos que se iban conociendo. Y ayer al fin dimitió. En el peor momento. Permitiendo que se mezclara un trastorno de salud con un incumplimiento moral.

Okdiario publicó ayer que en el año 2011 la que entonces era diputada autonómica y vicepresidenta de la Mesa robó dos botes de crema para la cara de un supermercado que estaba enfrente de la Asamblea de Madrid. El porqué de una conducta es inextricable, pero no los cómo ni los para qué. En cuanto al cómo, su propia retención a manos de un guardia de seguridad explica los principales detalles: a plena luz, corriendo obvios riesgos y cruzando los pocos metros que separaban su lugar de trabajo público del supermercado. El para qué no parece tener misterio: la diputada Cifuentes ganaba lo suficiente como para poder pagar los dos botes de crema. Por lo tanto su actitud obedeció probablemente a una falta de control del impulso que se observa en enfermedades como la cleptomanía o la piromanía. Si obedeciera a una forma rara de arrogancia –yo me llevo esto porque me da la gana–, el trastorno de la conducta sería aún mayor.

Cristina Cifuentes no explicó públicamente los hechos. Ni entonces ni después. Tal vez cometiera un error. Pero la enfermedad mental, incluso leve, supone un estigma que hubiera perjudicado seria, y quizá injustamente, su carrera política. Mucho más cuando el hecho que trataba de aclararse era un robo y cuando tantos enfermos del periodismo y la política, mucho más graves que ella, habrían relacionado inmediatamente cleptomanía con corrupción. Lo que ayer mostraron las sórdidas imágenes de la trastienda del supermercado fueron las consecuencias de una enfermedad. Nada que ver con el máster, cuyas tasas pagó. Sería una discriminación innoble hacia cualquier enfermo negarle la posibilidad de cometer actos inmorales, autónomos de su enfermedad.