CARMEN POSADAS – ABC – 04/09/16
· «Lamentablemente, para los que creíamos que la educación y la cultura eran el perfecto antídoto contra la irracionalidad, resulta cada vez más evidente que, por encima de ambas, está lo que Graham Greene llamaba el factor humano. Ese que hace que seamos tan abnegados como crueles; tan generosos como irredentamente egoístas; tan sensatos como del todo irracionales»
Cuentan que Flaubert, autor de Madame Bovary, era devoto de la sección de sucesos de los periódicos. Fue así como conoció la vida y muerte de Delphine Delamare, esposa de un médico de una pequeña localidad y diecisiete años mayor que ella. Igual que el personaje de Emma Bovary, Delphine se aburría y se dejó llevar por sus aires de grandeza, entregándose a gustos caros, amantes imposibles y gastos sin fin, que la llevaron a acabar sus días con una buena dosis de matarratas.
Como otros personajes literarios, Don Quijote, por ejemplo, o Edipo, también Madame Bovary ha dado nombre a cierta actitud que tiene mucho que ver con la naturaleza humana. Una bastante menos conocida que el quijotismo o el complejo de Edipo, pero igualmente interesante y reveladora de cómo somos realmente.
Se llama bovarismo al «estado de insatisfacción de una persona producida por el contraste entre sus ilusiones y aspiraciones –muchas veces desproporcionadas con respecto a sus propias habilidades y méritos– y la realidad». «De esos conozco unos cuantos» –dirá más de uno y no resulta sorprendente, porque el mundo está lleno de bovaristas. De personas que piensan que merecen más, que tienen derechos pero no obligaciones, de ciudadanos que, parafraseando a Kennedy, piensan no en qué puede hacer la sociedad por ellos, sino en lo mucho que esta les debe y escatima.
Existen, curiosamente, dos tipos de bovarismo. El ascendente y el descendente. El ascendente es el que acabo de describir, el de aquel que se cree mejor de lo que es y no comprende su mala fortuna. El bovarista descendente, en cambio, y siguiendo el mismo esquema de percepción errónea de sí mismo, se cree menos de lo que es. Es aquel al que Ortega llamaba el hombre-masa, alguien que por desidia o comodidad elige lo menos exigente, lo menos comprometedor. Resulta mucho más fácil go with the flow como dicen los ingleses, dejarse llevar por la corriente, fundirse con la sensibilidad dominante. Ámbitos hospitalarios para este tipo de persona son, por tanto, los partidos radicales en los que el individuo-masa, no solo puede dar rienda suelta a sus peores instintos sino que se siente fuerte amparado por un líder que simboliza todo lo que a él secretamente le gustaría ser.
Si me he interesado últimamente por el bovarismo es porque diez días en los Estados Unidos me han permitido observar en directo el fenómeno Donald Trump. ¿Qué hace que una de las sociedades más avanzadas del planeta se fascine por alguien que se autoproclama xenófobo, pendenciero y caudillista? ¿Alguien que, a pesar de sus continuas bravuconadas, y para describirlo sus propias palabras, «podría salir ahí, matar a alguien y aún así ustedes me seguirían votando?» ¿Alguien que si bien por sus muchos errores cayó en las encuestas en agosto, vuelve ahora a subir alarmantemente en las de septiembre? El predicamento de personajes de tal índole no es raro ni nuevo.
En el siglo XX, ciudadanos devotos de Goethe y Kant capaces de leer música y de recitar a Schiller, cayeron en la locura colectiva del nazismo. ¿Por qué? Las razones del fenómeno son muchas y requeriría no un artículo sino todo un libro estudiarlas a fondo. Pasemos pues rápidamente por causas bien conocidas que, además, coinciden en el mundo actual.
El desencanto general con la clase política, por ejemplo, el miedo a fenómenos como la inmigración, el terrorismo, la pérdida de valores o el desgaste de ideas y estructuras de poder que hasta ahora parecían incuestionables. Todo lo antedicho es terreno abonado para que crezca en él la demagogia y el autoritarismo. También la irracionalidad.
Hay momentos en la Historia en los que prima la sensatez, la generosidad, la razón. Dos más o menos recientes son el fin de la Segunda Guerra Mundial y nuestra Transición. En ambos (y gracias a la inestimable ayuda del fantasma de pasadas atrocidades) la gente decidió olvidar agravios y unirse para construir un futuro. Lamentablemente, y sin embargo, hasta los muy útiles fantasmas tienen fecha de caducidad, de modo que racionalidad, sensatez y generosidad acaban trocándose un día en todo lo contrario, haciendo que personas preparadas, cultas y todo menos irracionales caigan víctimas de los más ramplones y elementales cantos de sirena. ¿Cómo?
Cuando Flaubert dio vida a su inmortal personaje destinado a simbolizar las características menos edificantes de la burguesía, obviamente, no estaba pensando en los votantes de las sociedades más avanzadas de principios del siglo xxi. Y sin embargo los grandes maestros lo son, sobre todo, por su capacidad de crear arquetipos que van mucho más allá de la literatura. Los rasgos que él señalaba como sustanciales a las sociedades burguesas.
A saber, los de aquellos que piensan que todo les es debido y que echan la culpa de sus fracasos a otros con un piove, porco goberno por un lado. Y por otro, los de ese hombre-masa del que hablaba Ortega y que prefiere diluirse en un grupo y abdicar su responsabilidad en un «adalid» que encarne los sentimientos revanchistas, xenófobos, etcétera que él tiene y no se atreve a manifestar… He aquí solo dos de los rasgos tan deplorables como humanos de los que se alimentan los populismos.
El de Donald Trump, desde luego, pero también el de otros que no son más cercanos. Viendo el perfil de sus posibles votantes (es rotundamente falso que solo lo vote la América profunda) sorprende comprobar cómo mensajes tan ramplones y falaces cautivan a gente formada y con criterio. Lamentablemente, para los que creíamos que la educación y la cultura eran el perfecto antídoto contra la irracionalidad, resulta cada vez más evidente que, por encima de ambas, está lo que Graham Greene –gran admirador de Flaubert, por cierto– llamaba el factor humano.
Ese que hace que seamos tan abnegados como crueles; tan generosos como irredentamente egoístas; tan sensatos como del todo irracionales. Son las circunstancias de las que hablaba Ortega, las que nos prefiguran y hacen que aflore bien la cara A, bien la tétrica cara B que todos tenemos. Una verdad tan incómoda como políticamente incorrecta.
CARMEN POSADAS ES ESCRITORA – ABC – 04/09/16