Editorial-El Debate
  • Más allá de que haya condena, la operación política urdida por García Ortiz y Pedro Sánchez es un escándalo intolerable

La última jornada del juicio al fiscal general del Estado no solo ha servido para incriminar aún más al inquilino de tan importante institución, sino también para señalar a la Moncloa y, por tanto, a Pedro Sánchez, inductor de una operación que, más allá de sus consecuencias penales, rebasa todas las líneas democráticas y se adentra en un terreno directamente mafioso.

Frente a conjeturas, testimonios sin carga probatoria alguna y una cadena de favores de testigos predispuestos más a conceder al enjuiciado una coartada que a ayudar a aclarar los hechos. Las pruebas aportadas por la UCO son tan concluyentes como dignas de una condena ejemplar por la especial gravedad de un delito cometido, si se da por probado en el Supremo, para perpetrar un atentado político incompatible con la propia democracia.

García Ortiz, y todo ello está documentado, ordenó a sus subordinados reunir todas las comunicaciones entre la defensa de la pareja de Isabel Díaz Ayuso y la Fiscalía, movilizándoles para «cerrar el círculo» de su campaña y utilizando una dirección de correo ajena a la institución. Todo ello acabó en la Presidencia, desde donde se remitió al despacho del PSOE en la Asamblea de Madrid.

Y finalmente, cuando esa secuencia desembocó en una querella de la parte afectada por la revelación de secretos, secundada por el Colegio de Abogados de Madrid y legitimada por la casi unánime protesta de los propios fiscales; el procesado procedió a eliminar sus comunicaciones con todas las partes, justo cuando la UCO llamaba a su puerta y el juez Hurtado abría su causa, en un comportamiento propio de un delincuente.

Todo esto son hechos, perfectamente documentados, con una única excepción: el borrado de sus dispositivos electrónicos no le salva a él, pues muchos mensajes han sido recuperados en los móviles de sus interlocutores, pero sí impide demostrar que fue la Fiscalía General quien le entregó el dossier a la Moncloa, desde donde se instrumentalizó finalmente la campaña.

Frente a esto, ningún alegato periodístico puede prevalecer, y mucho menos cuando en nombre del secreto profesional se le regala al encausado una excusa: lo cierto es que ninguno de los testigos en defensa de García Ortiz ha sido capaz de mostrar ni una sola prueba de su inocencia. Y, sin embargo, sí han prestado declaración en contra de las evidencias, apelando en exclusiva a su palabra.

Con el caso visto para sentencia, no importa demasiado ya el signo del fallo: García Ortiz es responsable de una indecorosa guerra sucia contra un adversario incómodo. Y su patrocinador, Pedro Sánchez, también.

Porque esto no va, como se pretende, de desmontar «bulos» ni de perseguir «delitos fiscales», sino de utilizar un caso privado de un ciudadano anónimo para destruir a quien disgusta a un poder indigno de un Estado de derecho sano. Todo demócrata debiera escandalizarse con este burdo y peligroso montaje, ya irrefutable y probablemente de graves consecuencias penales. Las políticas, al máximo nivel, no deberían esperar al fallo del Supremo: Sánchez ya es culpable de esta ignominia.