Editorial-El Correo

  • Trump regresa a la Casa Blanca con un poder omnímodo, sin más contrapesos que los que él se imponga, y debe ver en las democracias europeas a los aliados naturales de Estados Unidos

Donald Trump ha vuelto a ser elegido presidente de Estados Unidos con una diferencia holgada respecto a Kamala Harris, ha conseguido la mayoría del Senado y afianzado la que ya tenía en la Cámara de Representantes. Cuando el 20 de enero jure su cargo ante el Capitolio dará inicio a un mandato en el que no encontrará más contrapesos políticos que los que él mismo decida imponerse ante realidades complejas que no pueden afrontarse a base de improperios y consignas populistas. Las posibilidades que la demoscopia daba a su contrincante se han mostrado como una ficción frustrante para un Partido Demócrata que se deshizo de Joe Biden para ponerse en manos de una candidata en la que nunca había confiado, con una gris gestión como vicepresidenta y que ha quedado por debajo de las expectativas más pesimistas.

Trump regresa a la Casa Blanca en circunstancias que parecían imposibilitarlo: condenado por el soborno a una actriz porno y con varios procesos judiciales pendientes por graves delitos; entre ellos, los vinculados con el asalto al Capitolio. Su incontestable triunfo se ha basado en la división en dos de la sociedad norteamericana para controlar su mitad, con el mérito añadido de haber movilizado el voto del descontento sin generar los efectos reactivos que indujo en 2020 frente a Biden. De modo que tanto él como muchos de sus incondicionales insistirán, contra toda evidencia, en que esta victoria confirma que también ganó hace cuatro años. El líder republicano ha logrado un poder tan omnímodo -ejecutivo, legislativo y la cúpula del judicial- que solo cabe esperar que no se deje llevar por el afán de revancha que ha esgrimido en su campaña y las citaciones judiciales. A pesar de que considere posible ampliar la distancia con la mitad de EE UU que tiende a despreciar aprovechándose del estado de shock de los demócratas en un país aún más complejo y en un mundo aún más convulso de los que conoció en su anterior presidencia.

Trump se enfrenta a la paradoja de estar en condiciones de encarnar un poder formal que no han manejado sus predecesores durante el siglo XXI y, al mismo tiempo, acabar sujeto a los imponderables de un proteccionismo inflacionista, de una renuencia a comprometerse con los aliados que desate más y mayores amenazas, y de un hiperliderazgo personal que le desnude a diario.

Este lado del Atlántico habría preferido otro resultado electoral. Tanto la inmensa mayoría de los gobiernos como de los ciudadanos. El futuro inquilino de la Casa Blanca es perfectamente consciente de ello y podría mostrarse desdeñoso y hasta arrogante. Añadir una especial inquina al nuevo marco de relaciones con Europa. Una dinámica por la que ni la Unión ni España deberían dejarse llevar. La aceptación democrática y diplomática de la Administración Trump ha de primar sobre las diferencias ideológicas o el choque de intereses que pueda desencadenar el 5-N. Del mismo modo que los moderados de Estados Unidos se verán obligados a sintonizar para la preservación de los consensos básicos nacionales, los Veintisiete han de convencer a Trump de que no puede presidir la primera potencia sin que los estadounidenses cuenten con su aliado natural en las democracias europeas. Washington no puede frivolizar con el club de las autocracias sin acabar quemándose. No puede generar una crisis en el atlantismo ni dejar a Ucrania a merced nada menos que de tropas norcoreanas ni mostrarse indiferente ante un Mediterráneo en llamas. Y Europa tendrá que volver a hablar de todo eso con él.