Jordi Sevilla-El Confidencial
Un negocio diseñado para una demanda determinada, aunque flexible, tiene que hacer muchos ajustes para convivir, durante bastante tiempo, con una demanda mucho menor y escalonada
¿Puede irle peor a una empresa con la desescalada que con el confinamiento? Puede, si no reorientamos los mecanismos públicos de ayuda puestos en marcha para el confinamiento y no los adecuamos a la desescalada. A pesar de su importancia, este es un asunto microeconómico al que se le ha dedicado menos atención que a la pléyade de proyecciones macroeconómica sobre el impacto agregado de la pandemia, pero no por ello menos relevante porque, en muchas ocasiones, lo macro es un agregado compuesto de lo micro.
Una empresa es un negocio puesto en pie para conseguir determinados objetivos en un determinado contexto. Y aunque defendamos que las empresas no tienen como único y exclusivo objetivo maximizar los beneficios que obtienen sus dueños o accionistas, es evidente que si no son rentables en la escala temporal definida por su plan de negocios, las empresas se ven abocadas a cerrar.
Por tanto, el beneficio se convierte en el instrumento para medir que la empresa ha analizado bien el contexto en el que desarrollará su actividad y que, dentro de ese contexto, hace bien las cosas. A partir de ahí, una empresa —micro, pequeña, mediana o grande— organiza su actividad teniendo en cuenta un montón de elementos (el contexto), entre los que destaca la demanda que pretenda conseguir para sus productos o servicios. En función de cuál estime que va a ser su demanda, organiza sus costes, su dimensión y sus trabajadores, con márgenes de flexibilidad, porque la propia demanda tiende a no ser un dato fijo.
Analicemos una empresa, un negocio, que estaba dimensionado para ser rentable con la demanda, X (la haremos fija para simplificar), existente antes de la pandemia. Me centraré en actividades del sector servicios, porque es el más relevante para el empleo. De repente, con el confinamiento obligado por razones sanitarias, su demanda ha caído hasta cero (o cercana a cero si ofrecía servicios ‘online’). Aparte de los beneficios previstos que se esfuman, puede tener que asumir pérdidas, según el nivel de deterioro de su ‘stock’ de productos, la renegociación de pedidos con los proveedores y el nivel de sus costes fijos (alquileres, hipotecas, mínimos de luz, agua y, sobre todo, plantilla).
Este es el problema grave al que ha querido hacer frente el Gobierno con las medidas adoptadas sobre avales, ayudas a autónomos y ERTE, más los permisos retribuidos recuperables: el Estado asume una parte importante de esos costes, para procurar que la empresa sin actividad, de forma temporal y por causa extraordinaria, pueda mantenerse en pie con el objetivo de que, superado el momento excepcional, esté en situación de retomar su actividad. Bien, aquí estamos, más allá del análisis de la eficacia y rapidez de las ayudas gubernamentales aprobadas.
Tal y como estamos conociendo, y es lógico, la salida del confinamiento no será brusca, es decir, esta empresa no volverá a recuperar, de un día para otro, la demanda X que tenía antes de la pandemia y para la que estaba dimensionado su negocio. Se habla de una desescalada por etapas, que la llevará a recuperar su demanda de forma gradual: X/4; X/3; X/2, etc., suponiendo que no haya rebrotes de la epidemia. Es decir, durante la desescalada, la empresa se encuentra con una demanda sensiblemente menor que aquella para la que se había dimensionado y con la necesaria asunción de nuevos costes derivados de exigencias sanitarias sobre paneles, aparatos de desinfección, etc.
No hace falta ser economista para darse cuenta de que un negocio diseñado para una demanda determinada, aunque flexible, tiene que hacer muchos ajustes para convivir, durante bastante tiempo, con una demanda mucho menor y escalonada. Necesita mucha flexibilidad para poder realizar ese ajuste si no queremos que su rentabilidad quede afectada de manera irreversible, hasta el punto de comprometer su supervivencia.
Dependiendo de si la vuelta a la normalidad se concibe como posible en algún momento cercano o nos tenemos que reajustar, como insiste el Gobierno, a una ‘nueva normalidad’ que implica asunción de mayores costes para una demanda menor, son muchas las direcciones en las que debe actuar el empresario. Cada negocio tendrá que ver cómo lo hace y cuál de estos elementos es prioritario para su situación concreta, pero hay elementos comunes a los que quiero referirme. Empezando por acciones de fidelización de la demanda, artificialmente reducida (muchos negocios han mantenido el contacto con sus clientes durante la pandemia).
Será común la necesidad de reducir costes para adecuarlos a la menor demanda y a las nuevas exigencias sanitarias. Esto puede implicar reducir la oferta que se ofrece (por ejemplo, restaurantes, incluidos aquellos de mayor precio, solo con menú del día y con ‘vino de la casa’) y, sobre todo, reducir costes salariales que, en muchos negocios, son la principal partida de costes, con cuidado diferencial, porque aquellos que sean servicios personales donde el trabajador formado (el peluquero o el camarero concreto) es, con frecuencia, quien fideliza la demanda.
Y, desde luego, hará falta una reducción significativa de los costes fijos: alquileres, luz, agua, seguros, intereses bancarios y, sobre todo, cotizaciones sociales. También será difícil evitar una subida de precios, directa (conseguir acceder a determinados servicios puede convertirse en tarea difícil si hay limitaciones en el número de asistentes, por ejemplo, mesa en ciertos restaurantes o entradas para algunos espectáculos) o indirecta (reduciendo la calidad).
Si el control de la demanda va a ser duradero por razones sanitarias, las políticas públicas tendrán que adecuarse también a esa nueva normalidad si queremos mantener el mayor número de empresas abiertas, porque ello garantiza el mayor número de empleos (más del 80% de nuestros ocupados lo son en el sector privado). Puede que algunas cosas que se han puesto en marcha durante el confinamiento ya no sean necesarias durante la desescalada (los avales, por ejemplo) o deban graduarse también (los ERTE).
Pero, sin duda, serán necesarias otro tipo de aproximaciones desde los poderes públicos. Por ejemplo, facilitar una mayor flexibilidad en salarios durante la nueva normalidad, a cambio de mantener el empleo (lo hecho durante la pandemia de facilitar la flexibilidad interna como mecanismo de ajuste alternativo al despido ha sido un cambio sustancial en nuestro mercado laboral en el que debemos profundizar).
Pero creo, además, que si en algún momento ha tenido sentido plantearse un cambio en el modelo de financiación de nuestro sistema de pensiones públicas, para transitar desde las actuales cotizaciones sociales (que recaen sobre el trabajo de manera regresiva) hacia otra figura impositiva más general (se hablaba del IVA, puede ser otra especial y finalista, pero que no recaiga en exclusiva sobre el trabajo personal), es ahora.
Modificar la legislación para facilitar una mayor flexibilidad laboral y una reducción significativa de las cotizaciones sociales (que no tiene por qué significar menores ingresos para el sistema de pensiones) serían dos cosas fundamentales para mantener, durante la desescalada hacia una nueva normalidad, los esfuerzos realizados para mantener vivas las empresas durante el confinamiento. No lo echemos a perder cuando se empiece a reactivar la economía.