Jesús Cacho-Vozpópuli
«El ambiente de miedo, de terror incluso, que hoy domina en Exteriores, nefasto para el trabajo del diplomático, es letal para los intereses de España»
Podría ocupar un lugar preeminente en el famoso retrato colectivo de la familia de Carlos IV, quizás la obra cumbre de Francisco de Goya y Lucientes, realizada entre Aranjuez y Madrid en la primavera del año 1800, poco después de que el genial aragonés fuera nombrado primer pintor de cámara, pintura que hoy exhibe el Museo del Prado como una de sus mejores piezas de su colección. Confieso que hay un evidente parecido entre la figura rellena, carnosa, fofa, de nuestro protagonista y la del hijo de Carlos III y María Amalia de Sajonia. Idéntico parecido también con su heredero, Fernando, aunque el futuro Fernando VII ocupa en el lienzo un lugar secundario. Parece evidente para cualquiera que se detenga a contemplar la tela que Goya quiso realzar la figura de la reina María Luisa, esposa de Carlos IV, que ocupa el centro de la escena lujosamente ataviada a la moda Imperio, y ese sería el lugar exacto en el que deberíamos empotrar la soberbia ambición de José Manuel Albares, el ministro de Exteriores de Pedro Sánchez, de forma que el enano saltarín apareciera pasando paternalmente su brazo derecho sobre los hombros de la infanta María Isabel, mientras con el izquierdo diera la mano al infante don Francisco de Paula, quien a su vez se la da al propio rey Carlos. Todos los varones retratados por Goya portan la Orden de Carlos III y algunos también el Toisón de Oro; las damas, por su parte, ostentan la banda de la Orden de María Luisa. El rey cazador luce la insignia de las Órdenes Militares y de la Orden de Cristo de Portugal. Nuestro Albares, que en el retrato de Goya vestiría con su natural prestancia el traje de gala que lució en fecha tan reciente como la recepción al Cuerpo Diplomático, Madrid, 9 de enero (hay foto del evento convertida en memorable meme: desde las profundidades de su escaso metro y pico, José Manuel mira extasiado al rey Felipe -”¡que tarde haces tú la primera comunión!”- los ojos rebasando las gafas, el cuello estirado en escorzo imposible), su rubicunda figura embutida en casaca abotonada de dorados, engalanada por la encomienda de número de la Orden de Isabel la Católica, la gran cruz de la Orden de Dannebrog de Dinamarca, la gran cruz de primera clase de la Orden del Mérito de Alemania, la gran cruz de la Orden al Mérito de Italia, el collar de la Orden de la Estrella de Rumanía, la gran cruz de la Orden de Orange-Nassau, la gran cruz de la Orden de Boyacá y la medalla de la orden del Gran Príncipe Yaroslav el Sabio de Ucrania. Más sombrero, guantes y espadín. Más condecorado que el rey Carlos.
Los paralelismos no acaban aquí. Napoleón Bonaparte arruinó el reinado del Borbón y de su sucesor, Fernando VII, aunque padre e hijo, absolutistas vocacionales entregados a la magia de sus validos, se lo ganaron a pulso hasta completar uno de los momentos más bajos de la monarquía hispánica. Ambos protagonizaron la vergüenza de las abdicaciones de Bayona en favor del tirano francés, que acabaría colocando en el trono de España a su hermano José. Sánchez y su fiel servant, Albares, están protagonizando algunos de los peores años de la historia reciente de España. Nuestro Napoleonchu, como Ramón Pérez-Maura lo ha motejado acertadamente, no ha dejado España cubierta de cadáveres como el gran corso dejó los campos de Europa en los inicios del XIX, pero, de momento, está dejando el ministerio de Exteriores convertido en un solar de difícil rescate futuro. Contemporáneos de Napoleón y de Fernando VII, nuestro felón por antonomasia, fueron el canciller austriaco Metternich y su colega francés Talleyrand. “De todos los Gobiernos a los cuales he servido, no hay ninguno de quien haya recibido yo más de lo que he dado; que no he abandonado a ninguno antes que él se hubiera abandonado a sí mismo; que no he puesto los intereses de ningún partido, ni los míos personales, ni los de mis allegados, en contrapeso con los verdaderos intereses de Francia” dejó escrito el galo, un resistente a la manera del pérfido Fouché, en sus Memorias. Justo lo contrario de lo que cabe decir del malvado Sánchez y de sus monaguillos, dispuestos todos a servir el interés personal del capo y su familia en contra de los de España. Siempre remando a favor del yo, mí, me, conmigo; nunca mirando por los supremos intereses de España.
Nuestro Napoleonchu está dejando el ministerio de Exteriores convertido en un solar de difícil rescate futuro
Los medios han venido en las últimas semanas plagados de informaciones sobre el insufrible nepotismo desplegado por Albares en Exteriores. Normal hasta cierto punto. Hubiera sido una incongruencia difícilmente explicable que en el desolado paisaje que hoy luce la democracia española, un ministerio tan importante como ese, encargado de proteger los intereses de España en el exterior, gozara de la buena salud, la previsibilidad y el prestigio propio de cancillerías de países regidos por el escrupuloso respeto a la ley. Al final, la situación del Servicio Exterior, del que la Carrera Diplomática es solo una parte, no es sino una muesca más en la larga lista de crímenes de lesa patria cometidos por un Gobierno en minoría que hoy apenas representa, en el mejor de los casos, al 28% del censo electoral. La lista de arbitrariedades sería interminable. Hace unos días, Albares ha destituido al embajador de España en Croacia, Juan González-Barba, supuestamente por haber publicado una Opinión titulada “La proyección exterior de nuestra monarquía parlamentaria”, en la que afirmaba que el Rey Felipe “contribuye a que la presencia de España tenga mayor alcance e impacto”. La misma suerte ha corrido el embajador en Bélgica, Alberto Antón, por haberse quedado dormido durante el plúmbeo discurso que el susodicho endosó a sus colegas en la conferencia de embajadores celebrada a primeros de enero en Madrid. Y otro tanto le ha ocurrido al embajador en Corea del Sur, Guillermo Kirkpatrick de la Vega, guillotinado por haber tenido la osadía de reunirse con la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso. Son legión los diplomáticos que denuncian el régimen de terror impuesto por el ministrín, terror que alcanza a los familiares de los represaliados que pertenecen a la Carrera. Cualquier diplomático que a lo largo de su vida haya tenido un encontronazo, siquiera verbal, con el Rasputín de Exteriores, debe considerarse en peligro. Las vendettas personales del ministro Albarín. “Una situación impropia de una democracia consolidada, más cercana a la inestabilidad de repúblicas fallidas que a la seriedad que se espera de un Estado con siglos de historia diplomática” (leído en la web de “La España que Reúne”).
Naturalmente, Napoleonchu persigue con especial saña a todo aquel que huela a PP, se haya señalado como cercano al PP o haya tenido algo que ver con el PP. Ocioso es aclarar que José Manuel, como el resto de la tropilla ministerial, está al servicio de los intereses de Sánchez, es un mero peón de Sánchez, un “mandao”. Como la legión de carpinteros, herreros, lavanderas, aguadoras, cantineras, buhoneros, putas, charlatanes y ladrones que acompañaban a los ejércitos en la antigüedad, en su mayoría mujeres -el romano “canabae”, la aldea que se formaba junto al campamento de las legiones donde vivían los familiares y los oficios imprescindibles para la guerra- en el ejército de Sánchez todo está al servicio de Sánchez. Si Sánchez tiene necesidad de pagar la última letra que le exige Puigdemont, convertir la hermosa lengua catalana en idioma oficial de la UE, Albares no tiene otra cosa que atender que no sea perseguir en Bruselas el logro de ese objetivo y obligar a los embajadores de España a trabajar en tal sentido. Lo demás les importa un rábano. Eso y, naturalmente, nombrar como titulares de las embajadas más importantes a gente de fidelidad contrastada al sanchismo, sean o no diplomáticos. Así, se acaba de nombrar embajador de España en Venezuela a Álvaro Albacete, un simple secretario de embajada que no ha trabajado un día de su vida en una legación diplomática. “Es como si a un cabo lo nombraran general”. El tirano Maduro sabe que Albacete llega a Caracas colocado por Zapatero, con la misión de defender los intereses de Sánchez y de Zapatero. Y el primer interés de ambos es que Maduro siga en el poder para darle continuidad al negocio. Todo se hace ya sin el menor rastro de pudor en la España controlada por esta banda de delincuentes. Son embajadores políticos, alfiles ideológicos del sanchismo, algunos con un inglés muy rudimentario, pero fieles como canes a Sánchez.
Cualquier diplomático que haya tenido un encontronazo, siquiera verbal, con el Rasputín de Exteriores debe considerarse en peligro
En cualquier organización es el jefe el que establece los estándares morales por los que debe regirse. Si el jefe miente, mentir no será pecado sino ensalzada virtud. Si el jefe roba, estará permitido afanar a manos llenas, que la mejor manera de esconder un muerto en el armario es saber que tu superior también esconde un cadáver en el suyo. Albares es, por eso, el perfecto retrato del personaje que nos gobierna. Son los generalitos de Sánchez, dispuesto a emular al capo en todo. El reino de los pequeños tiranos. No es tan guapo como Pedro, cierto, de hecho es una especie de bollo preñao reñido con cualquier atractivo físico, pero, como Sánchez, carece de escrúpulos, se pavonea igual que Sánchez, mientelo mismo que Sánchez (las críticas a su gestión son “estupideces”), se preocupa por la carrera de su pareja, Therese Jamaa (Openchip, Hispasat), con el interés que Sánchez se ocupa de la cátedra de Begoña en la Complutense, ejerce sobre sus subordinados el mismo autoritarismo que Sánchez despliega con los suyos en Moncloa, y destila hacia los diplomáticos que no comparten su ideología el mismo odio que Sánchez dedica a la oposición. El perfecto Sanchito.
La politización más grosera, el acreditado sectarismo socialista, se va imponiendo en todos los recovecos de la administración, alcanzando hasta la última de las instituciones del Estado. El ambiente de miedo, de terror incluso, que hoy domina en Exteriores, nefasto para el trabajo del diplomático, es letal para los intereses de España, porque un cuerpo diplomático profesional, no politizado ni partidista, con cierto grado de independencia respecto al Gobierno de turno, contribuye a mantener una política exterior estable a largo plazo, uno de los elementos que determinan la credibilidad de un país y enmarcan las posibilidades de ese país a la hora de defender con éxito sus intereses. “Es verdad que el Consejo de ministros, a propuesta del titular de Exteriores, puede cesar sin dar explicaciones cuando un diplomático comete una falta grave, cosa que no es el caso. Y eso es lo extraordinario, la punta del iceberg de un problema que abarca todo el Ministerio, también los servicios centrales y todas las categorías de profesionales, no solamente los embajadores: hay una degradación, una precariedad, una falta de procedimientos, una falta de instrucciones… Hay incluso indicios de una voluntaria destrucción de la institución” (Alberto Virella, presidente de la Asociación de Diplomáticos Españoles (ADE) a Carlos Herrera). Cuando esta pesadilla llegue a su fin, muy poco de lo que ha sido España en los últimos 50 años quedará en pie, salvo, tal vez, la deuda pública. Y una inabarcable sensación de asombro.