- Aceptar la diversidad es «progresista», de ahí que sea comprensible tener como compañeros de viaje a organizaciones islamistas, a pesar de su trato a mujeres y homosexuales, o a sus conciudadanos a los que convierten en escudos humanos dispuestos al sacrificio en el altar de la descalificación de un Occidente genocida
Puede parecer una anécdota propia de prejuicios ideológicos y de conveniencias políticas, pero no lo es. Las declaraciones de nuestro ministro de Asuntos Exteriores sobre la presencia de España en América responden a la agenda «progresista», que poco tiene que ver con la socialista de antaño en estos temas. Que lo que dijo no se ajusta a los hechos históricos es evidente, tal como se lo ha recordado, en el caso de que lo hubiera olvidado, el exministro del ramo García Margallo. Pero eso no es relevante para nuestros gobernantes. Ni en este ni en otros muchos casos la verdad es significativa, ni supone un referente al que atenerse. Entre otras cosas, porque en el reino del relativismo la verdad solo se puede considerar aceptable si la enunciamos en plural, pues hay tantas como individuos. La postmodernidad supuso el fin de la razón en beneficio del sentimiento, del prejuicio, de un voluntarismo adanista y estéril. En este marco de referencia debemos situar dichas declaraciones para poder comprender todo lo que hay detrás.
Hispanoamérica es el resultado de un encuentro, que dio paso al nacimiento de una comunidad. Como todo proceso histórico relevante a lo largo de su existencia se sucedieron hechos de muy distinta índole y valoración ética o política. Al final esa es la base de nuestra identidad, lo que nos ayuda a entender lo que somos y lo que podemos ser. El núcleo de una identidad es siempre cultural, sometida al tiempo y al espacio, a la historia y a la geografía.
Lo que caracteriza al «progresismo» contemporáneo, distinguiéndolo del socialismo, es su aceptación del relativismo. Quieren trasformar la sociedad, pero «cancelando» su identidad mediante la negación de sus raíces. Del pasado se reniega destacando lo rechazable o inventándoselo y siempre cuestionando la posibilidad de conocerlo. Una sociedad sin raíces se convierte en un juguete en manos de la propaganda. La comunicación es el campo de batalla por excelencia de nuestros días y es ahí donde se niega el conocimiento para imponer certezas universales sin más base que el prejuicio ideológico.
El «progresismo» es antioccidental porque se quiere ver libre de las ataduras que supondría reconocer su legado. Lo «cancela», desde el ‘wokismo’ norteamericano o desde el Grupo de Puebla hispano, para dar forma a una sociedad nueva donde el conjunto prime sobre el individuo, limitando libertades e imponiendo un modelo de convivencia sometido al dictado gubernamental, en el que la combinación de causas ideológicas y consumo trate de llenar el vacío dejado por el desarraigo cultural. Estamos ante un intento de ingeniería social por parte de los que siempre odiaron la libertad y ambicionaron el poder a casi cualquier precio.
El odio a Occidente pasa por reconocer sus «culpas» en su encuentro con otras culturas. Así, la defensa de la dignidad humana es un prejuicio que hemos querido imponer indebidamente. La Declaración de los Derechos Humanos no puede ser universal, porque cada cultura tiene sus propios y legítimos valores. Defenderla es un acto intolerable de neocolonialismo. Aceptar la diversidad es «progresista», de ahí que sea comprensible tener como compañeros de viaje a organizaciones islamistas, a pesar de su trato a mujeres y homosexuales, o a sus conciudadanos a los que convierten en escudos humanos dispuestos al sacrificio en el altar de la descalificación de un Occidente genocida.
No podemos negar a nuestros «progresistas» patrios su mérito al haber concebido la Alianza de las Civilizaciones, en compañía de turcos e iraníes, ni a la Organización de Naciones Unidas su disposición a dar cobertura a políticas radicalmente contrarias a los objetivos para los que fue establecida. Negar el aporte español a lo que ahora es el espacio hispanoamericano es despejar el camino para el populismo y el crimen organizado, que guste o no oír, van íntimamente cogidos de la mano. Deconstruir el legado de siglos de historia supone renunciar al sentido y entregarnos a la tiranía. Un Estado de derecho privado de sus fundamentos doctrinales no podrá resistir los embates del gobierno, que, ya sin límites, cercenará nuestra libertad y bienestar.
A nadie debería sorprender la estrecha relación de nuestros «progresistas» con los narcotraficantes bolivarianos, la disposición a seguir el guion establecido por los terroristas de Hamás o los vínculos con organizaciones que solo tienen en común el rechazo a Occidente. Morena, el partido gobernante en México, responde a este perfil desde su defensa de un indigenismo impostado y su connivencia con el crimen organizado. No dejan de ser útiles compañeros de viaje.